«The mother of all messes». Se refería el editorial a los horrores del Brexit. Así lo proclamaba el 19 de enero la portada del «The Economist». El legendario semanario británico, en este momento probablemente una de la publicaciones más libres, inteligentes y lúcidas de este convulso mundo en el que vivimos.

La ineptitud o la ignorancia, no siempre inocentes, de no pocos políticos británicos, unidas a la ingenuidad de muchos de los que votaron en aquel referéndum de 2016, trufado de mentiras y fantasías, que los conservadores británicos suministraron a su sufrido pueblo, son ahora las delicias de los pirómanos más exigentes. Como bien decía Geoffrey Cox, el Fiscal General del Reino Unido, cuando les advertía a los diputados de Westminster que en el más prestigioso e influyente parlamento del planeta estaban dando un poco edificante espectáculo. Según él, en vez de legisladores, parecían un montón de niños traviesos en la hora del recreo.

El 15 de enero, después de cinco días de intensos debates, por 432 votos contra 202, el Gobierno de Su Majestad Británica sufrió una de las más duras derrotas en la reciente historia de esa otrora admirable nación. Al rechazar la cámara el acuerdo recientemente suscrito entre Theresa May y los sufridos representantes de la Unión Europea. Es obvio que ante la falta de capacidad y credibilidad del Parlamento de Westminster para definir y por lo tanto conocer qué desea el resto del país, perdido en el laberinto del Brexit, no puede haber otro camino que el de una nueva convocatoria a las urnas. Así lo aconseja el sentido común y el editorial del «Economist» que hemos citado.

El Reino Unido en la actualidad no son solo una sociedad y un país divididos. Sus dos grandes partidos políticos están a su vez críticamente fragmentados. Especialmente los conservadores. Que sin aguja de marear se acercan a su peor crisis desde 1906. Fue la época del primer ministro Joseph Chamberlain, en la que una vez más la miopía y la codicia de las élites les llevó durante 20 años al hundimiento en las urnas.

Sin olvidar el formidable escollo del problema de las fronteras entre la República de Irlanda y el Reino Unido. Irlanda, históricamente la antigua colonia británica, tantas veces víctima de su poderosa y no siempre amable vecina. Por cierto, problema que en estos momentos es técnicamente insalvable. Y que por cierto jamás fue mencionado hace dos años y medio en la populista (y por lo tanto daltónica) campaña electoral de los partidarios de la salida del Reino Unido de la Unión Europea.