El otro día vino un amigo a casa y lo primero que me dijo era que aún no había leído mi libro, no tanto en tono de disculpa sino de chanza. La mayor parte de mis amigos y familiares ni lee ni me lee y a mí no me importa, aunque alguna vez haya declarado que escribo para quienes no leen, con lo que el círculo es perfecto. La paradoja es uno de los enunciados del pensamiento más fértiles para acercarse al mundo, aunque hoy esté en crisis, pues en las redes sociales suele ser malinterpretada en lecturas que no superan el pie de la letra. No importa, le dije, si lo has comprado, yo ya me alegro. Me lo regalaste tú, me dijo mi amigo. Coño, entonces léetelo de una puñetera vez y no presumas más de no habértelo leído. Otro día vino otro amigo a casa, uno de la parte menor, que no solo lee sino que también escribe, y me trajo su manuscrito para que lo leyese, nada, cuatrocientas páginas numeradas del copón. Ya te vale, le dije. Los amigos deberían estar excusados de leer a los amigos. Pero cuando nadie lee, quién va a leer si no los amigos a los amigos, lectores residuales que están sustituyendo a esos lectores desinteresados que quizás alguna vez hubo. El otro día le solicité un libro a su autora para hacerle una reseña y a los tres días lo tuve en casa por gentileza de la editorial, yo, que en épocas de juventud y pobreza, llevé a la práctica aquella máxima de Erasmo de Roterdam que decía que si tengo dinero me compro libros y si me sobra compro comida y ropa. La lectura de libros está en retroceso después de no haber tenido apenas auge. En la generación de mis padres el número de lectores era mínimo, la población española era rural y analfabeta. La mía es la llamada generación del baby boom español de los años 60, con una llegada masiva a la universidad de los hijos de aquellos destripaterrones que acudieron a las ciudades para labrarse un porvenir. Hijos de campesinos reconvertidos en obreros que accedimos a la cultura y empezamos a consumir libros. La generación de mis hijos ya no compra libros. Dos razones: sus propios padres han descubierto que se puede leer sin pagar y transmiten esa idea; los jóvenes prefieren, también un poco al estilo de Erasmo, si tienen poco dinero, comprar un móvil, y si les sobra, ropa. Las bibliotecas públicas las he visto siempre llenas de opositores y estudiantes preparando sus exámenes. En pocos sitios se lee menos. Hay una propuesta más o menos humorística para el fomento de la lectura que consiste en prohibirla. Nada más apetitoso, desde luego, que lo prohibido. El último verano compré un hermoso libro titulado El arte de la lectura, con imágenes desde Pompeya a nuestros días de lectores y libros a través de la historia del arte. En él aparece una cita del poeta Joseph Brodsky que dice: «Hay un crimen peor que quemar libros: no leerlos». En otras épocas hubiera sido un sacrilegio romper o mutilar un libro, pero hoy día, como en realidad no sabemos qué hacer con ellos, puesto que no queremos perder nuestro tiempo en su lectura, les buscamos un sentido como objetos y los integramos en obras escultóricas, los manipulamos y les damos una vida artística independiente, como esas joyas que son los libros alterados. Robert The es uno de esos escultores que le pone un palo al libro y te lo convierte en un cepillo para barrer. O lo recorta como si fuese una pistola. Mi amigo, el que no había leído mi libro, me dijo que al día siguiente iba a la cárcel a ver a un amigo. ¿Qué le hubieran dicho ustedes? Yo le dije que le llevara mi libro, me pareció mejor que hacer la típica broma de la lima dentro del bizcocho, pero pensé en mi libro recortado como un revólver. Hay por ahí un colectivo que dice que Leer es sexy donde se mezclan en imágenes textos e iconos del pop. Leer es también, lo ha sido y siempre lo será, un milagro.

*Antonio Báez es profesor y escritor