La corrupción sirve para todo. Sin más que invocarla, el medio facha Bolsonaro se ha hecho con la presidencia de Brasil, donde el corrupto Lula había conseguido sacar de la pobreza a varios millones de sus conciudadanos. Valió también como argumento, resumido en el lema: «No hay pan para tanto chorizo», a los políticos otrora emergentes de Podemos en España. Y también ahora Vox, desde el lado de enfrente, apela a la corrupción como uno de los leit motiv de sus campañas. Sorprende que el votante acuda aún a estos reclamos, pero es lo que hay. En realidad, la corrupción es a la política lo que el pienso al caballo: una condición casi inherente al ejercicio del gobierno. Ya en tiempos de Roma, famoso y admirable imperio, era costumbre que los centuriones aceptasen gustosamente sobornos de los legionarios que, a cambio de un módico estipendio, se aseguraban no ir al combate en primera fila. El propio Cicerón observó malévolamente la rapidez con la que se enriquecían los gobernadores de las provincias romanas. Nada de ello impidió que la vieja Roma fuese un modelo de eficiencia en las obras públicas, el Derecho, las artes y el saneamiento urbano. La corrupción ya se da por descontada desde antes de que Lord Acton dijese aquello de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Lo que los dueños de la papeleta del voto pueden exigir a quienes les gobiernan es que, al menos, lo hagan con un cierto grado de eficacia. Lamentablemente, hay corruptos que ni siquiera cumplen con esa regla elemental y se limitan a saquear las arcas públicas sin contrapartida alguna de beneficio para la ciudadanía. Y hasta se da el caso de que un político sea honrado pero incompetente, con lo que acaba por causar mayores quebrantos a las finanzas del país que los corruptos, cuando estos últimos gobiernan bien además de mangar. El caso del brasileño Lula es todo un paradigma de esto último. También en España la corrupción ha sido un excelente reclamo electoral durante los últimos años. Los nuevos partidos la atribuían al bipartidismo, en la exagerada creencia de que un Congreso fragmentado y poco gobernable ayudaría a conjurar la histórica afición de los mandamases a meter la mano en la caja y/o a poner el cazo. No se puede decir que la estrategia careciese de atractivo para los electores. Se diría que, cansados de que les roben los corruptos de siempre, muchos españoles optaron por reclamar políticos -y hasta Estados- nuevos a los que no hubiese dado tiempo aún de corromperse. Puede que no hayan tardado en advertir la dificultad de tal propósito en este país de Luis Candelas donde los bandoleros son a menudo héroes populares y hasta dan origen a series televisivas de éxito como la recordada Curro Jiménez. Eso es tanto como ignorar que la Italia de la Camorra y los sesenta gobiernos en medio siglo es, a la vez, una de las potencias económicas del mundo. Cuatro décadas de democracia salpicada de corrupción han alumbrado también aquí un país moderno y razonablemente próspero, a pesar de tanto escándalo. Será que no se puede tener todo, ni se puede construir una Noruega sin noruegos.