Nací al cine en el oeste. Frente a una pantalla grande de arena dura y montañas talladas por el sol y la canción de la noche. En su cumbre los indios, primero amenaza y libertad en defensa después; en su llanura el héroe siempre solitario a rumbo de su caballo, o en medio de un espejismo de polvo con la silla de montar en una mano y en la otra un winchester al que bailar en el aire como una advertencia de alto. Igual que Ringo Kid deteniendo La Diligencia que cumple ochenta años. Cuarenta y cinco menos que John Ford, su director de cumpleaños también. Se lo cuento para que entiendan porqué, antes que los Goyas de ayer, celebro la efeméride de ese poeta del oeste que fue Ford y una de las películas que me iluminó la decisión de escribir westerns en cuartillas escolares en las que su protagonista se llamaba Ringo Rex. Unas veinte de la colección La hermandad del revólver, firmadas con el seudónimo de Tiger Nine, me compraron a escote mis compañeros de colegio. Nunca más repitió John Wayne aquel nombre de pistolero en sus muchas películas con el maestro de las historias de las causas perdidas, de las despedidas y los regresos a casa. El héroe de violencia contenida, de los códigos propios, romántico y oscuro, el que desafía la tradición, que aparece cuando se le necesita y siempre se detendrá frente al umbral del hogar que separa lo salvaje de la civilización, sabiendo que nadie reconocerá su entrega, que su estado natural es la derrota y su destino peregrinar en busca de redención. Esa dureza existencial con su angustia moral es la que unió a estos dos tipos, director y actor, y su manera de contar las huellas de la épica, de la humanidad, de la soledad y su melancolía en obras maestras como Centauros del desierto o El hombre que mató a Liberty Valance, que terminarían convirtiéndolos en Homeros del Oeste.

Admiro a directores como Carlos Saura, Berlanga, Fernando Fernán Gómez, Gonzalo Suárez, Pilar Miró, y me gustan Iciar Bollaín, Julio Medem, Isabel Coixet, David Trueba, Enrique Urbizu, lo mismo que intérpretes de la talla de José Sacristán, Aitana Sánchez-Gijón, Héctor Alterio, Elena Anaya, Maribel Verdú, Juan Diego, Eduard Fernández, Antonio de La Torre, Luis Tosar, Javier Gutiérrez, Bárbara Lennie o Raúl Arévalo entre otros. La cuestión es que uno es de dónde nace y de dónde se enamoró por primera vez, e incluso vuelve a reencontrarse en el flechazo con esos lugares y personas a pesar de los años. Me ocurre con el cine de marquesina en fachada: Capitol, Gran Vía, Regio, Aliatar; con aquel de las sobremesas televisivas de Sesión de tarde junto a mi padre ensimismado, y entre otros grandes con John Ford de cuya obra no hay película que no me haya ilustrado sobre la naturaleza humana, la ambigüedad de las emociones y de las actitudes: el valor, la cobardía, la lealtad, el honor, la familia en la que uno tiene que aprender a encontrar un lugar y una razón para marcharse. Cuestiones del hombre y del alma que tantas veces se han contaminado de intereses y prejuicios ideológicos, pero que a los niños de los tiempos del paraíso de tierra a medias con el asfalto, nos servían para soñarnos héroes en la frontera, que diría Antonio Soler, merecido Premio Francisco Umbral esta semana por su novela Sur, con espíritu Marsé. Dos escritores maestros para pensar de cine que también tienen en la mirada la pasión sobria y la poética de las sombras interiores que definen a los seres humanos, y en ocasiones los enmarcan. Igual que esa maravillosa escena de La Diligencia en la que Ringo/Wayne observa apoyado en una pared con su sombra vertical frente a Claire Trevor/Dallas recortada a contra luz en la puerta con su sombra horizontal alargándose en el pasillo. Un hombre que se esconde y espera, una mujer que se abre y llega.

Ocurre en todas sus películas. La cámara es una mirada atenta y profunda a los pequeños detalles que hablan de sus personajes: una botella que se lanza a un lado, la manera de encender un cigarrillo para evocar el erotismo cercano de una presencia femenina, la renuncia a ella o confesar un secreto que salve a otro. Igual que se camufla el objetivo Polifemo de su cine, como si fuese un personaje invisible de la trama, para enfocar miradas, qué silencio los mantiene en guardia, su manera de retar con el gesto o los labios un instante tenso, de besar contra el viento y el orgullo, o la hipocresía del dinero y su arrogancia en el monólogo de Berton Churchill - el banquero Gatewood que oculta en su huida haber robado de su propio banco la nómina de los mineros- acerca de que el gobierno no debería intervenir en los negocios, de lo innecesario de pagar impuestos y sobre que el país lo que necesita es un hombre de negocios como presidente. Es inevitable pensar en Trump y en su actualidad al escuchar este discurso cinematográfico del 39. Lo mismo que cuando el personaje de Thomas Mitchell, Doc, asegura con una sonrisa que lo que más falta hace es mojar para que todo vaya mejor.

Excelentes secundarios estos últimos de la filmografía del director que también forjó la fama de actores de reparto con galones de estrellas de Walter Brenann, Victor MacLaglen o el siempre aristocrático John Carradine entre otros muchos que comparto con mi amigo Emilio de las Peñas, experto en secundarios de cualquier género. Y junto con ellos sus heroínas capaces de sacar adelante cualquier empresa, supervivientes y luchadoras en una vida con igualdad de condiciones con los hombres. Las actrices de las que se enamoraba, lo mismo que le sucedía a Hitchcock, como la joven Katharine Hepburn de su María Estuardo de 1936, Vera Miles, Joanna Dru, imborrable y pétrea Jane Darnell en la madre de Las uvas de la ira, el primer Óscar fordiano con un inolvidable Henry Fonda, la valiente y hermosa Anne Brancroft de Siete mujeres, su última película, y las protagonistas de un sutil juego de censura entre diferentes temperaturas del carácter de la belleza Ava Gadner y Grace Kelly en Mogambo. Aunque su más querida fue esa esplendida actriz y mujer llamada Maureen O´Hara, compañera de Wayne en otros films del oeste, indomable e independiente en El hombre tranquilo, y corazón imposible en la épica y neorrealista Qué verde era mi valle sobre los mineros de Irlanda, y en la que yo también fui Huw Morgan (un infantil Roddy McDowall) aprendiendo a boxear de calle entre mayores. Ninguna otra pelirroja en mi platonismo sentimental hasta que llegaron Julianne Moore y Jessica Chastain.

Cincuenta años cumple La Diligencia, su primer western del sonoro -el 39 desde su Tornado de 1917 y su película 93- con sus largos planos sostenidos, en especial el del frenético ataque de los indios de ocho minutos y 48 segundos en ese fabuloso territorio de Monument valley al que los navajos consideran su Walhalla, según la mitología nórdica, y que revolucionó el género de los audaces. En ese paisaje de limolita roja y rocas de óxido de manganeso rodaría otras míticas cintas de su oeste. La Diligencia sólo consiguió un Óscar a la banda sonora y otro al mejor actor de reparto (Thomas Mitchell, el mejor borracho del cine) el año en el que tuvo que competir con Las cuatro plumas de Zoltan Korda, Cumbres borrascosas de William Wyler, Sólo los ángeles tienen alas de Howard Hawks, Ninotchka de Lubistsch y Lo que el viento se llevó de Victor Fleming que arrasó. Casi nada. Nunca el sello de su western se llevó la estatuilla dorada ni a él lo premió como mejor director. Sí lo hicieron cinco veces por su cine irlandés y su conmovedora crónica de la Gran depresión y la novela de Steinbeck.

Dijo una vez este Walt Whitman del cine que dos de las cosas más bellas del mundo eran un caballo galopando y una pareja bailando un vals. Puede que sí o que no. Lo cierto es que gracias a él y a sus películas, sin fisuras de tiempo, adoro el desierto donde los hombres solos se convierten en silbido de la llanura, y en su cielo un águila roja.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es