La educación de los hijos es indubitada responsabilidad de los padres. A nosotros, más que a nadie, nos compete que los zagales crezcan en perfecta urbanidad y sana convivencia. Somos nosotros quienes debiéramos enseñar a nuestros pequeños a gestionar y expresar de manera correcta sus sentimientos, a tomar plena conciencia de sí mismos, a dirigir y encauzar sus potencialidades, a asimilar lo que significa vivir desde la empatía, a saber combinar pasión, riesgo, paciencia y mesura y, en definitiva, a desarrollar una plena inteligencia social y emocional que les facilite su crecimiento interior y su relación con el mundo. Casi nada. Durante mi infancia y juventud, en mi casa, además, aprendí las normas de cortesía, a cocinar, a definir mis gustos sobre literatura y cine, a jugar al parchís, al ajedrez y al continental, a desarrollar mi libertad religiosa y de pensamiento y a valorar el trabajo, la dedicación y el sacrificio de mis progenitores, si bien esto último nunca lo suficiente, hasta que llegué a ser padre. El colegio, por otro lado, solapa y complementa a nivel formativo gran parte de estas parcelas pero adquiere su propio y especial protagonismo en lo que a la formación académica se refiere: las disciplinas sobre las artes, las ciencias y las letras, un cometido que, desde otro plano, deben de apoyar y sostener los padres en una suerte de armonía cooperativa con el centro. Y si está claro que ambos titanes, corresponsables del futuro formativo de los niños, deben relacionarse entre sí de manera simbiótica, también es cierto que no deben pisarse en exceso las soberanías en las que cada uno se alza como titular de una responsabilidad concreta. Entre los supervivientes de mi generación, se comenta como vox populi que los deberes que el colegio nos mandaba como apoyo de las lecciones de clase, allá por el año tres, los ventilábamos cada uno y por regla general con más o menos independencia. El niño, hablando en plata, se valía académicamente de manera casi independiente en la ejecución de sus tareas. Sólo si los padres, en continua comunicación con el centro, advertían cualquier desvío, se gestionaba circunstancialmente el correspondiente apoyo formativo u emocional preciso hasta que el chaval volvía a caminar por su cuenta. Sin embargo, hoy por hoy, es tema más que comentado en los mentideros que los centros educativos evolucionan con una cierta tendencia o querencia por dejar caer cierta parte de su competencia profesional sobre las fronteras del hogar, lo cual, cuando excede de lo razonable, y muchas veces excede, va en detrimento no sólo de los hijos sino también de los padres. Las familias no deben de explicar las lecciones ni solventar las lagunas académicas u horarias de los profesionales de la enseñanza. Los padres, dicho así de pronto, para entendernos, bastante tenemos con lo nuestro y con la gestión de los irremediables grupos de whatsapp del colegio. Pero no sólo son problemáticos y conflictivos los contenidos, sino también las metodologías. Y es que, en ocasiones, el profesorado no se hace cargo y supone erróneamente que todas las familias campean al día con la totalidad de los avances tecnológicos del siglo. Ni siquiera se paran a pensar que una casa media pueda rodar sin ordenador o sin internet o sin impresora. Y cuando, en mitad de la tarde, pendiente aún de comprar, de recoger a los nenes de sus respectivas actividades, de poner el lavavajillas, la lavadora y de cocinar, te das cuenta de que la insoslayable tarea de tu infante es «investiga en internet», «imprime», «entra en el blog», «queda en grupos de cinco para hacer» o «construye en metacrilato la Catedral de Málaga», uno, irremediablemente, suspiro en boca, se plantea si los deberes se los mandan a los niños o a uno. Todo ello en una suerte de déjà vu académico donde diera la sensación de que volvemos a ser examinados y de que muchas de las explicaciones de los temas se dejan para casa, al igual que la gestión de los trabajos colectivos. Y, por supuesto, uno no tiene por qué tener internet en casa, ni ordenador, ni impresora. Ni ostentar tan alto nivel en manualidades como para montar, poco más o menos, con luces interiores y en metacrilato, una réplica de la Catedral de Málaga.