No se salva Málaga del frío en invierno. Aunque tal vez dure tan poco que apenas da tiempo a acostumbrarse y resulta siempre ajeno y algo molesto. Quién se reconoce aquí por los abrigos. Llega el frío un lunes, se va el martes y vuelve el viernes como si no hubiera estado antes. Deja a su paso las calles vacías, apagadas, y las casas heladas se llenan de mantas y estufas; conservar el calor del hogar que se va llevando el invierno a ráfagas tiene un precio, la calefacción es hoy una hoguera de billetes. Y un esplendor de beneficios para las eléctricas, que se han sabido asegurar cuatro primaveras al año con sus coloridas tarifas. Pero eso es otro tema.

La cosa es que ha llegado el frío montado al viento, y visita estos días la provincia como huracán de turistas embalados, con sus prisas recorriendo las calles, instalándose en las plazas y los parques, cambiándolo todo a su paso, como si no le gustara nada, o ni lo viera. Y se adentra como un enemigo que nos transforma y nos distancia. Podríamos combatirlo con pancartas, pedir que se fuera con sus milenarias costumbres al remoto lugar al que pertenece, incluirlo en la disparatada lista de batallas y protestas, hacer discursos y campaña contra este invierno y su corazón de hielo. Y celebrar la primavera como si fuéramos nosotros. Hasta que lata de nuevo, y otra vez nos hiele con la sorpresa.

Y es que el frío, como la estupidez, es igual en todas partes, no se adapta y nunca cambia, allá donde ha estado siempre vuelve, y allí donde va hace lo que único que sabe. Por eso cuando llega el invierno me abrigo y cuando escucho estupideces ni las discuto. Ya amainará tarde o temprano, me digo. Mientras tanto, bufanda y orejeras.