He terminado un reto viral de diez días. Se trataba de publicar en redes el fotograma de una película que te haya marcado por algún motivo y nominar a un amigo para que haga lo propio. Una vez terminada mi participación empecé a buscar las pelis elegidas por los demás y, qué sorpresa, el cine español brilla por su ausencia. Casi nadie lo ha invocado como ejemplo de arte que haya dejado huella en el ideario colectivo ni en la vida cinéfila de los convocados al reto.

Este año he vuelto a soportar la gala de los Premios Goya (disculpen que no use el verbo disfrutar), y he comprobado que el onanismo amoral, la falsa modestia y la ausencia de autocrítica siguen siendo sellos de identidad del cine patrio. Lo que se llevaba esta edición era el feminismo desbordado y la reivindicación por cualquier motivo imaginable.

Levantaros todas, que ser mujer es muy difícil, pedía histriónicamente la galardonada como actriz revelación. Y la primera en levantarse fue Penélope Cruz, que, seguramente, vive mejor que todos los asistentes juntos. De igual modo me llamó la atención que el ganador al mejor corto documental (Gaza) apoyase la lucha y la cultura palestinas insultando a Israel y, de paso, a todos los judíos. Perorata muy aplaudida. Al rato tomó la palabra la mejor directora novel por una cinta sobre gitanas lesbianas para decir que la madurez de una sociedad se mide por el papel que juega la mujer en ella. Y claro, todos sabemos que Palestina es el paraíso de los derechos de las mujeres. Monologo jaleado por los mismos que minutos antes aplaudieron el de la intifada. Contradicciones que ocurren en un cine adoctrinador que abomina de personajes como Blas de Lezo y rehúye tratar la Historia de España como se merece.

Si a esto le suman el Me Too, una gordita que padece bullying, un pianista que sufrió abusos sexuales en su infancia, o la guerra de Angola, pues ya tienen ustedes los guiños reivindicativos que trufaron la gala. Por suerte, por encima de tanto postureo se elevaron sublimes las voces de Rosalía versionando a Los Chunguitos, y la del malagueño Antonio de la Torre, justo ganador al mejor actor, reclamando lo que en justicia es de Andalucía por mucho que le pese a Andreu, el cerdo, Buenafuente, quien fue literalmente barrido del escenario por la profesionalidad y buen hacer de su pareja, Silvia Abril.

Pero si hubo un momento a contracorriente, puro e inolvidable, ese fue el discurso de Jesús Vidal, distinguido como actorazo revelación por Campeones. Desprovisto de sentimentalismo barato y dolor fingido, armado con una dignidad y una valentía envidiables, llamó la atención sobre la dura y descarnada realidad que viven las personas con discapacidad pero, lejos de ahondar en la lástima y la pena, dijo alto y claro que allí estaban él y sus nueve compañeros de equipo, Los Amigos, para decirle a España a la cara que con esfuerzo, formación y oportunidades, pueden ser tan buenos como cualquiera. Igualdad real, mérito tangible. Fue lo más verdadero y legítimo que se escuchó en toda la noche porque, cuando un actor con discapacidad habla de inclusión, diversidad y visibilidad, tú tienes que callarte y escuchar. Cuando un actor con discapacidad dedica sus cinco minutos de gloria a dar gracias en vez de quejarse o exigir, tú tienes que callarte y aprender.

El cine español. Qué bonito. Qué comprometido. Qué autocomplaciente. Qué ruina. Allí salieron unos cuantos felicitándose por haber superado los 100 millones de euros en recaudación durante todo 2018 como si fuera un éxito, cuando el denostado mundo taurino (ANOET), verbigracia, obtuvo más del doble. Es decir, entre los cientos de películas españolas estrenadas en un año entero apenas se han superado los 100 millones en taquilla, mientras que una sola americanada, Aquaman, ha superado los 500 millones en menos de dos meses. Pero claro, eso es una superproducción exhibida en miles de salas, no se puede comparar, me dirán ustedes con razón.

Pues pongamos otro ejemplo: El reino, la peli con más cabezones, triunfadora de la noche. Presupuesto, 4 millones de euros con una subvención de 1,4 millones sufragada por el ICAA. Recaudación, 1,5 millones de euros. Es decir, la productora y el Estado han palmado casi del triple de lo invertido. Negociazo. Por otro lado, al mismo nivel competitivo, tenemos Cold War, coproducción polaco-británica premiada con el Goya a mejor película europea y nominada a los Oscar. Presupuesto, 4,3 millones de euros. Recaudación, cerca de 16 millones de euros. O lo que es lo mismo, los productores han cuadruplicado la cantidad apostada. La diferencia es clamorosa y deja en el ridículo más absoluto al cacareado y pechopalomo cine español. Pero nada, oye. Todos tan contentos aplaudiéndose a sí mismos.

El cine español tiene artistas de un nivel profesional envidiable, pero la industria se regodea en el ombliguismo absurdo, el ensimismamiento recalcitrante y la endogamia más desaforada.

El cine español aprovecha las galas para desubicarse y vomitar memeces tras estrellarse en taquilla. Quizá debería empezar por escuchar a los espectadores, puede que así, cuando alguien retome el reto de las diez películas que marcaron su vida, elija una historia española. Una en la que actúe Jesús Vidal, por ejemplo.