Aunque la fama se la lleven los clérigos de Irán (que han hecho bueno al sádico Sha de Persia), lo cierto es que también por esta banda del Occidente socialdemócrata abundan los ayatolas decididos a organizarnos la vida. Solo ellos saben lo que le conviene a la feligresía si quiere cumplir con los mandamientos del buen ciudadano.

No son mayoría y aún no gobiernan en España; pero tampoco paran de instruir al personal sobre cuáles deben ser sus gustos en el pensamiento, en la cama y hasta en la correcta adquisición de vivienda. La nueva política es como el reportero Tribulete, que en todas partes se mete. En las sociedades liberales, contra las que tantas encíclicas escribieron los Papas, se da por supuesto que los gobernantes han de conformarse con legislar sobre los asuntos públicos, excluyendo -lógicamente- a los del pubis o púbicos. Ese fue el caso de España mientras duró el llamado 'régimen del 78', que tanta libertad y prosperidad ha traído a este país, digan lo que digan los ayatolas. Durante ese largo período de cuatro décadas, ahora denostado por la extrema izquierda y el extremo casticismo, los políticos se limitaban a gobernar -bien o mal- sobre las cuestiones generales que atañen al gentío, sin inmiscuirse en su vida privada. A diferencia de los curas, no pretendían imponerle su moral a nadie. Fue así como la derecha impulsó la ley del divorcio y la supresión de la mili, contrariando solo en apariencia sus principios.

Por decirlo con frase de Adolfo Suárez, que provenía nada menos que de la Secretaría General del Movimiento, se trataba de normalizar legislativamente lo que ya era normal en la calle. Esa política, tan ordinaria y razonable, empezó a cambiar levemente bajo el mandato del antepenúltimo presidente del Gobierno, José Luis (R.) Zapatero, de muy grata recordación por sus éxitos en materia de economía. Bajo pretextos ecológicos y de parecido alto orden, aquel primer ministro ejecutó una ley contra el tabaco -de resultados más bien pobres- y hasta intentó, temerariamente, otra que atacaría el consumo de vino. Felizmente, esta última no superó el obstáculo del numerosísimo gremio de bebedores del país. Los verdaderos (tele)predicadores llegarían después, con la caída del bipartidismo. Fue el momento del leninista Pablo Iglesias, que alertaba contra los vicios del capitalismo hasta el punto de flagelar -verbalmente- a todos aquellos potentados que vivían en chalés de lujo. Como cualquier otro clérigo, el líder de Podemos acabó por hacer justamente lo contrario de lo que predicaba; pero nada tiene eso de particular. Ya se sabe que el buen proletario, como el buen cristiano, está sujeto a las tentaciones de la carne e incluso a las de una ventajosa hipoteca. El relevo en materia de predicación se lo han pillado ahora los cabecillas de Vox, que también parecen estar permanentemente cabreados.

En su caso la toman con los catalanes, con aquellos que no lucen garbosamente la bandera nacional en la muñequera y, sobre todo, con los extranjeros que -en su opinión- vienen a quitarnos el trabajo a los ancianos españoles. Tanto Podemos como Vox abusan de la palabra Patria, pero esa es una mera coincidencia entre extremos. Lo curioso y algo cargante es que todos ellos insistan en aleccionar al personal sobre cómo debe pensar y comportarse en privado. Cosas de ayatolas que confunden el púlpito con la tribuna parlamentaria, seguramente.