Mientras la ensimismada capital se mira el ombligo allá tierra adentro, la vieja ciudad portuaria que prospera a su sombra se abre al mundo; ambas forman una pareja tan arquetípica como la de Sancho Panza y Don Quijote. A orillas del Mare Nostrum no existen esos monumentos radiantes que se alzan a orillas del gran río, pero la ciudad de los mercaderes, en cambio, hace del cosmopolitismo su bandera y toma la arquitectura ecléctica como rasgo distintivo. Villas ajardinadas de familias extranjeras y edificios decimonónicos -de un estilo más mediterráneo que nacional- se unen a un emplazamiento privilegiado para componer una cierta idea de paraíso.

Pero la especulación inmobiliaria vino a reclamar su porción de edén, y una porción bastante grande, por cierto. Mamotretos de altura desmesurada se agolpan ahora unos contra otros, arruinando el perfil de la ciudad de forma irremediable y creciendo a costa de su rico patrimonio histórico, ante el estupor de los observadores externos y la indiferencia de buena parte de la población local que asume lo sucedido como una señal de progreso. Ni siquiera la existencia de un catálogo de construcciones protegidas sirve de freno a tanta destrucción, acelerada en los últimos años: con el concurso de las autoridades municipales y judiciales se encontró el resquicio legal para hacer la protección inefectiva. La última en caer ha sido Villa Ambron, el palacete ajardinado donde Lawrence Durrell escribió su Cuarteto de Alejandría, un canto a una bella urbe que ya no existe. Lo sustituirá una torre de pisos. El autor, al menos, se libró de ver el feo rascacielos de vidrio que han plantado en el paseo marítimo.

Sí, hablamos de Alejandría. No habrían creído que se trataba de otro lugar, ¿verdad?