En Málaga hay muchas historias que contar. Hay historias de sol, otras de lluvia, incluso quedan algunas todavía en blanco y negro. Seleccionar una y darle forma, trasladarla de la realidad a un papel es una misión en la que uno sabe que su versión nunca será igual a lo que pasó. Y sin embargo, hay que intentarlo, incluso cuando la persona protagonista no desea llamar la atención ni que hablen de ella; le gusta permanecer en la sombra, que su nombre sea pronunciado solo por quienes la conocen. Y eso, en un mundo de fijación por la celebridad instantánea, puede resultar sorprendente.

Esta es la historia de una persona hecha de palabras. Las busca o las encuentra. Porque siempre hay una palabra que rescatar. Hermosa o fea, dulce o terrible, las halla, las paladea y las hace suyas para hacerlas nuestras, para que sean de todos. Por sus venas van sustantivos, por las arterias adjetivos, verbos: el corazón de esta persona es la palabra. Y cuando las escribe, incluso cuando las pronuncia, sabemos que es la palabra líquida, aquella que se hace mar, vino, lluvia, lágrima, risa.

También es la historia afortunada de alguien que ama los libros. Y bien digo lo de afortunada -aunque amor y fortuna rara vez van juntos-, porque esta persona vive entre libros y ha trabajado durante muchos años en una librería, donde ha ejercido con dedicación y pasión el oficio de vender libros. Pero seamos sinceros y no pintemos todo de rosa, que el oficio libreresco tiene sus blancos y sus grises, que si no, más que un trabajo sería una golosina. Podemos imaginarnos tantas aventuras, escaramuzas y aun batallas con esa otra parte de una librería que no son los libros -esto es, la clientela, los escritores, las editoriales, las distribuidoras- que más de una persona seguramente escogería otra forma de ganarse la vida. Y pese a ello, hay que reconocer que es lindo saber muchísimo de libros y saber aún más de lectores y escritores, de engatusar a una distribuidora o convencer a una editorial. Ese es su secreto, su experiencia y su valía, ha sido feliz entre libros y ha hecho felices a muchas personas con su trato cercano, su ironía tranquila, una conversación serena y sus acertadas recomendaciones. Gracias a personas como ella, una tienda llena de libros tiene el nombre de librería.

Y aunque esta persona escribe, prefiere que se lea lo que ya se ha escrito. Una vez me dijo que le hubiera gustado escribirlo todo en la orilla del mar para que las olas se llevaran enseguida sus ocurrencias, pero se dio cuenta de que los libros eran armarios donde se podían guardar las palabras. Si algún día se le resfriaba el corazón o le dolían los pies de tanto perseguir imposibles, podía esconderse dentro de uno de esos armarios y respirar con alivio.

Por eso también podría ser otra historia. Una historia con muchas historias dentro, una caravana de historias. Que han ocurrido en librerías, bares, cementerios, jardines, bibliotecas, en habitaciones en penumbra o en el paseo marítimo. Porque esta persona es una gran observadora que intenta escudriñar lo que parece no verse, aquello que de tan evidente se nos escapa. Y lo intenta hacer -no siempre le sale, claro- sin llamar la atención ni pretender alumbrarnos con su opinión sobre el amor contemporáneo o la crisis de valores. Jamás se ha leído ni visto una entrevista de alguien que escriba, entiende eso de la promoción y las posibles polémicas que puedan surgir porque mira, este dice que le gusta Murakami, o has visto esta que dice que le encanta Marías, pero no van con su forma cuidadosa de sentir la vida y el lenguaje. Como bien me dice cuando protesto sobre su desapego absoluto hacia cualquier cotilleo del mundillo literario: «Querido, no hay nada más vulgar que la vulgaridad».

Y sigue a lo suyo, sin ambicionar nada más que despertarse al día siguiente, cuidar con esmero de sus tres gatos viejos y perderse sin nombre ni apellidos en un bosque de palabras, donde lo único que importa es encontrarte para volver a perderte otra vez.