Rosalía cantó a capela por Los Chunguitos en la Gala de los Goya. Ella sola, sin playback, en mitad del escenario, y a su espalda un coro impecable. Me quedo contigo. Esto ha molestado a muchos flamencos, que le acusan de usurpar un papel que no le corresponde, que la niña no canta, que insulta a la tradición, que qué se ha creído, etc. Pero esto no es nuevo, los flamencos siempre se cabrean por algo. Va en su condición. Antonio Carmona reconocía la semana pasada que él y sus hermanos Habichuela siguen siendo tildados de herejes en según qué círculos puristas. Lo mismo le ocurrió al más grande, a Camarón, que fue crucificado, muerto y sepultado por los ortodoxos cuando incorporó la guitarra eléctrica y los sintetizadores en La leyenda del tiempo. Eso no es flamenco, le gritaban. A qué loco se le ocurre seguir la estela que marcó Sabicas, inventor del rasgueo de tres dedos y del alzapúa, al unirse en 1966 con el guitarrista de jazz, Joe Beck. Imperdonable. De lo de Paco de Lucía con Carlos Santana ni hablamos.

Ellos pueden versionar y aportar lo que les venga en gana, desde Carolina Barrera bailando el My Way de Sinatra, José Mercé versionando a Luis Eduardo Aute o Arcángel por Sabina, y eso sin nombrar el infame In the Ghetto del Príncipe Gitano. Pero no se le ocurra a nadie rozar, fusionar, tocar, modificar u opinar de flamenco sin el permiso de los que se consideran maestros en la materia. No olvidemos que ser entendido del flamenco es como ser experto en vino. Todo el mundo lleva uno dentro, lo que pasa es que unos se lo creen y otros, simplemente, siguen la corriente impuesta. Quien más, quien menos, por torpe y arrítmico que sea, tiene algo de duende, algo de áhe. Por eso resulta contradictorio que una disciplina hermosamente inmortal como el flamenco, nacida de la mezcla de las culturas árabe, judía y gitana, que brota y adopta decenas de formas dependiendo del lugar dónde prenda, se jacte de decidir quién puede o quién debe.

El flamenco está hecho, pero sobre lo hecho se puede seguir creando sin engañar, porque hace falta imaginar, experimentar y cambiar algo. Hace falta arriesgarse, que dijo José Monge Cruz, y todavía no he conocido a nadie con la autoridad moral necesaria como para contradecirle.

Si dependiera de los puristas seguiríamos sumidos en el cante jondo, con la guitarra en segundo plano acompañando al quejío, machacando la pena y la tristeza. Nada más. Pero el flamenco es cante, baile y toque. Son sevillanas, seguiriyas, fandangos de Huelva, tablaos madrileños, soleás, tangos, zambras del Sacromonte, la cantiña gaditana, zambombas jerezanas, bulerías, rumba catalana, los verdiales malagueños o dos buenos amigos marcando el compás con los nudillos en cualquier barra de bar. El flamenco es innato y universal, huérfano de dueño o condición, pero tiene una raíz que respetar, una estructura que amar, un alma que compartir. Y Rosalía, más que otros lolailos, respeta, ama y comparte. No es una triunfita, tampoco viene avalada por la mercadotecnia. Se formó con honores en la Escuela Superior de Música de Cataluña, dos Grammy latino, telonera de Miguel Poveda, dúos con Alfredo Lagos y Rocío Márquez, y pone música a San Juan de la Cruz (Aunque es de noche). Estoy de acuerdo en que no es La Niña de la Puebla, y dudo mucho que quiera serlo, pero, dada su juventud, no atesora mal bagaje o credencial ante los que se creen más flamencos que Mairena. Déjenla ser, estar y parecer. Dejen de atacar, permítanle crecer, y asuman la enseñanza de El Pali: el mundo necesita menos mísiles y más pavías de bacalao.

Recuerden que en el año 96 apareció un antes y un después llamado Omega, disco de Enrique Morente y Lagartija Nick, con Vicente Amigo y Tomatito entre otros figuras, que musicaliza a García Lorca y versiona a Leonard Cohen. Cataclismo radical que meneó las conciencias y las meninges de los flamencos más atávicos y apolillados. Ese trabajo, inolvidable y atemporal, hizo mucho más por transmitir el arte flamenco que una folclórica endiosada o miles de tertulias entre los mismos de siempre al son de un tres por cuatro.

Por eso, si me das a elegir entre una cartagenera de Don Antonio Chacón o el Pequeño Vals Vienés de Morente, no lo dudo. Omega, me quedo contigo.

«La flamencura no tiene cura». Tonino Chaparro, virtuoso guitarrista extremeño.