Gracias a que las cámaras de tv siguieron rodando, fue evidente que el 23-F había habido un golpe de Estado. Es proverbial que tras uno fallido los implicados pregonen que fue ilusión óptica. Fuera o no golpe el procés, pues no hubo «violencia» en acepción normal, es evidente que sí hubo una fortísima coacción -a través del juego combinado de la ocupación masiva de calles o lugares y la inhibición calculada de quienes debían evitarla- como factor de fuerza para imponer un cambio de régimen fuera de toda legalidad y retorciendo el juego de las instituciones. Quien no haya visto este taimado montaje es que está ciego. Tan difícil resultará encuadrarlo en delito de rebelión como eludir su naturaleza penal, bajo un tipo u otro. Ese es el trabajo de los jueces, pero los hechos deberían quedar patentes, en todas sus dimensiones y alcance, en el plató de la plaza de la Villa de París.