Hace más de tres años que navego en este iceberg. Créanme, aparte de abrigarse, no hay mucho que hacer en el hielo. Salgo a pasear cada quince días. La extensión no alcanza las seiscientas palabras, y después de tantos años tengo bastante bien medida la distancia que hay de una punta a la otra. El viento de la madrugada allana la superficie borrando mis antiguas huellas. Un buen lugar para caminar a pesar de las grietas escondidas que alguna vez han traicionado mis palabras y puesto a prueba mi habilidad para sortearlas. Sobre el titular, justo en la proa de este trozo de hielo a la deriva, hay una esquinada elevación donde me siento a contemplar el mar.

El paisaje oceánico varía constantemente. Constituye la mayor diversión que me ofrece este lugar inhabitado. Bajo los acantilados contemplo una fauna marina que lucha por la supervivencia. Algunas orcas, insaciables cetáceos políticos, devoran la inocencia ante la mirada impotente y mofletuda de la opinión pública que se cree resguardada del peligro sobre una inestable banquisa de hielo. También hay tiburones financieros a la caza de algunos incautos que aletean junto a ellos con la insensata suposición de que son de su especie. De lejos contemplo frágiles pateras agonizando por mantenerse a flote en un mar agitado por la corriente insolidaria, interesada y embustera que pronosticó un mar en calma a la hora de zarpar. Hoy, 14 de febrero, se divisa por el horizonte un petrolero llamado Procés, cargado con miles de toneladas de chapapote, que amenaza con provocar una de las peores mareas negras que haya llegado a nuestras costas. Un petrolero armado por independentistas, zarandeado por constitucionalistas y remolcado por un tribunal que dudosamente lo conducirá a buen puerto.

Demasiado desolador el paisaje si no fuera porque desde hace años, al caer la tarde, recibo la visita de un cormorán. Es un hermoso ejemplar bípedo, de color marrón oscuro. Tiene las alas enormes y un pico afilado como una aguja para atravesar la finísima capa del mar en busca de alimento. Siempre me trae un pescado con el que saciar el hambre diario. Hambre de temas, de reconciliaciones, de soluciones a problemas de ida y vuelta. Hambre de buenas noticias, de logros deportivos, de avances en la investigación. Hambre de cultura, de criterio, de comunicación. Hambre de buena compañía, de oídos abiertos a cualquier hora, de hombros repletos de bodegas donde albergar el exceso de equipaje.

La misteriosa ave despliega las alas a unos metros de mí, con sus patas palmeadas sobre el hielo. Siempre que intuye lo que me afecta, se eleva sobre la plataforma, alza el vuelo hacia el cielo emborrascado y se lanza en picado en una pirueta suicida que finaliza más allá de las olas espumantes. Reaparece instantes después sosteniendo en el aire todo aquello que se me había escapado. Regresa volando en círculos y lo deposita junto a mí. Suele hacerlo sin que yo lo perciba. Sin esperar el agradecimiento que pudiese recompensar su arriesgado esfuerzo. Sinuosos movimientos que apenas modifican el paisaje. Gracias a ella me mantengo a flote sobre este mar de dudas. Este iceberg también le pertenece.

Viene todas las tardes. Se arrebuja entre mis plumas para abrigarnos de la ventisca que azota nuestro iceberg. Y cuando amaina el viento emprendemos el vuelo un día más, porque el cielo siempre está al alcance de todos los que no han perdido las alas. De todos aquellos que siguen creyendo en el amor y en el calendario.