En la época del desarrollismo español, la obsesión de nuestros padres era comprar una casa. Había muchas razones para ello. Por un lado, una vivienda daba acceso casi inmediato a la clase media. Por otro, estaba el componente de seguridad inherente a los bienes patrimoniales, especialmente útiles de cara a la vejez. Con una economía en constante expansión y con el boom demográfico de la posguerra, el sector inmobiliario representaba una forma de ahorro especialmente productiva y menos compleja en apariencia que la inversión en bolsa o la puesta en marcha de un negocio. Los precios, además, eran razonables para el poder adquisitivo de la época y acompasaban las subidas de la inflación con los salarios. La ausencia de una normativa estricta permitió la proliferación de soluciones urbanísticas dudosas, pero facilitó el acceso a la vivienda. Por supuesto, con el tiempo la urgencia de tener una casa en propiedad ha ido variando. Hay países -como Alemania o Suecia- donde lo habitual es alquilar, facilitándose así la movilidad regional de los trabajadores. El inmobiliario no supone tampoco una inversión financiera provechosa. No necesariamente, al menos: depende de factores como la localización, el precio de compra y del alquiler; el momento del ciclo en los tipos de interés, los costes asociados al mantenimiento y, por supuesto, la ley de la oferta y la demanda. A la hora de invertir, la diversificación es un criterio de prudencia y, por regla general, los países más avanzados suelen dar prioridad al mercado bursátil por encima del ladrillo a la hora de rentabilizar un patrimonio.

Pero esta última regla no excluye la necesidad imperiosa de la vivienda, ya sea adquiriendo una o alquilándola. De hecho, cada vez resulta más evidente que, en buena parte, la fractura social que nos aqueja tiene que ver con la burbuja de los precios inmobiliarios. No se trata de un fenómeno nuevo, aunque sin duda se ha acelerado en nuestro siglo con la globalización y el incremento de la liquidez monetaria. Una "nueva geografía del trabajo" -en palabras del economista Enrico Moretti- empieza a dibujarse en torno a las denominadas ciudades o regiones de éxito, fácilmente detectables por el precio de las casas. En España son ciudades de éxito Madrid y Barcelona, Palma y Málaga, por citar unos ejemplos. A ellas acude en masa la inversión internacional, alterando los equilibrios históricos y sociales del lugar. Por definición, los bienes de calidad son escasos y la competitividad, intensa. El trabajo constituye un elemento clave de la fractura social, pero no el único, y es probable que tampoco sea el principal. Para ello debemos mirar a la propiedad.

Los datos que conocemos año tras año nos hablan de un alza incontrolada en el precio de los inmuebles. Falta oferta y falta oferta accesible, seguramente pública, sobre todo de alquiler. Lo cual significa que, si los gobiernos quieren intervenir a favor de las clases medias y trabajadoras, un campo de actuación relevante es el de la vivienda, donde se debe favorecer la rehabilitación, facilitar la construcción en vertical e incentivar el tejido industrial y comercial fuera de las grandes ciudades. No existen recetas universales ni infalibles, pero lo único seguro es que la inactividad y la ausencia de políticas decididas conducen irremediablemente al fracaso. Y es probable que en estos momentos la viabilidad de una sociedad del bienestar dependa más que nunca del acierto en el desarrollo urbanístico del país.