Una valiosa colección de mariposas de papel. Amarillas y azules, de blanco hueso dormido con portadas de isla, litoral y mediodía. Revistas de la República en urnas de cristal que exponen el aliento de la revolución estética cuyos sueños lo quebraron los cañones de Franco. La derrota de la vanguardia que exploró la identidad y la imaginación. Una guerra en la que, como en todas y en la de entonces, los poetas fueron combatientes en trinchera, víctimas de la violencia ciega, sombras heridas a una lado y otro de las hogueras. Unos navegaron hacia el exilio donde echar raíces y dolerse por escrito y en resistencia. Otros se dejaron domesticar la palabra, o en la aventura se convirtieron en contraespías de embajadas después de haber sido pianistas de cola en el camión del coronel Rojo como el intelectual políglota Gustavo Durán. Hermoso caballero y soldado de porcelana, como lo narró Horacio Vázquez Rial en su novela de 1997, que mira de soslayo retratado por su amante Néstor Martín en uno de los cuadros que, al igual que las publicaciones, las cartas con alas de ida y vuelta, los vinilos negros de lo clásico y del jazz, y los documentales cinematográficos en niebla y en grano, son ventanas de la época expuesta en «La palabra pintada», hasta el uno de marzo en el Centro Cultural María Victoria Atencia de Málaga. No sé si se estudian estas huellas de la literatura impresa en volandas con nombres de brújula y de punto de encuentro: Héroe, Caracola, Ágora, Caballo verde para la poesía, en este presente donde lo literario y su palabra con peso de fondo sobreviven a la sombra de la primavera de lo popular, de las ideas en corto y efímero relámpago, del edulcorante que tanto se premia e instagramatiza.

La educación sentimental de nuestra memoria suspende en Literatura. Los colegios la han aburrido con planes y pedagogía y se ha dejado de instruir con Machado, con García Lorca, con Rafael Alberti, con la Institución Libre de Enseñanza, con Ortega y Gasset, con Manuel de Falla, con Concha Espina, Rosa Chacel, Juan Gris, con Luis Cernuda cuya poesía de la profundidad, de lo melancólico y existencial, lo convierte en nuestro Albert Camus de la poesía y del hombre rebelde. Por eso se alegra uno cuando nos regalan exposiciones en las que pasar revista a las revistas de nuestra vanguardia, como hace «La palabra pintada». Científica, minuciosa, exquisita, narrada de la mano de los escritores Eva Díaz Pérez, quien adelantó primero en Sevilla el germen de lo que significaron los movimientos impresos de la literatura de antes y después de la guerra, y Alfredo Taján que en su faceta de crítico perfiló este excelente viaje en el sentido de las manecillas del reloj -desde principio de los años veinte a finales de los cincuenta- en torno a los pintores que escriben, a los escritores que pintan. Buen ejemplo Rafael Alberti y José María Hinojosa, innovador en sus lienzos y en las portadas de libros como el ejemplar de «Jacinta la pelirroja» con tres delfines, tres lagartos, entre la hierba de mar en plata de un campo anochecido de gris. Completa el comisariado Mariano Vergara y en su trabajo conjunto esta estupenda exposición se convierte en un diario de bitácora sobre el viaje entrelazado de la escritura y de lo plástico, con las ideologías en paz con la creatividad hasta que fueron obligatorios los bandos. Obras de Manuel Ángeles Ortiz, de Joaquín Peinado, de José Caballero, de Ramón Gaya, de Benjamín Palencia, de Maruja Mallo, innovadora en su talento pictórico, magnética en su atractivo y personalidad. y libre en el exilio con su bellísimo dibujo chagalliniano «Chuflillas del niño de la Palma» de 1930 toreando entre ángeles. No les ha sido fácil a los organizadores exportar pinturas documentales, y otras que hubiesen querido, de estos años por la tendencia nacional a no ceder ajuares o a blindar los legados con fletes desorbitados. Otra asignatura legislativa pendiente de los gobiernos que pasan casi siempre por lo cultural de trámite o de portada.

Un país son sus revistas. Ahora en precaria resistencia e incomprensibles faltas de reconocimiento y aval, y en el entonces de aquellos años felices publicaciones como pájaros. Lo certifica este mapa de las revistas que en las misiones pedagógicas escolarizaron el interior de España. Una valiosa labor con las que las ellas y los ellos de la Generación del 27 -con el mismo mono de trabajo- sembraron un presente del que, de no mediar el golpe de estado, hubiese nacido otra España sin ecos como la que ganó y resuena en la de ahora. Cervantes y Horizonte en Sevilla donde la más insigne fue Grecia de Isaac del Vando y Adriano del Valle publicando en sus páginas el «Himno al mar» de Borges en 1919 y acercándonos la velocidad y pasión por las máquinas, que aún nos gobiernan la fascinación, de Marinetti, de Tzara, el ultraísmo de Cansinos Assens. Una Sevilla en la que desembarcó sex symbol Pola Neri (El gato montés, Sombras de París, Tango nocturno) en una fiesta de disfrazados bigotudos Romero Murube, Rafael Porlán, Eduardo Llosent. También Granada se hizo gallo y pavo en sus cafés de la cultura con Manuel López Banús, Enrique Gómez Arboleya, y Huelva, Cádiz y Córdoba con Papel de Aleluyas, Isla y Ardor. No falta Málaga, el gran refugio de la aventura de la juventud y de la generación de la amistad con Litoral, fundada por Emilio Prados y Manuel Altolaguirre en 1926, cuyas imprentas Minervas y Monopol se exponen con sus cajas de golpe de consonantes ilustradas y el aire de mando de Concha Méndez, fogonera, poeta y capitana del detalle.

Está también en el itinerario de la memoria el influjo primero y el repudio después del padre Juan Ramón Jiménez en las salas de esta exposición, donde de fondo se escucha el mar de ida y vuelta de la felicidad de entonces, del exilio de después, del retorno a la democracia a favor de otra revolución cultural que lo primero que se dejó en el olvido fue el coprotagonismo femenino: el de las citadas y el de otras poetas militantes como Josefina de la Torre o Ernestina de Champourcín. Al maestro y entre todos los escritores se dirigen las cartas que exhiben la caligrafía dibujada de Gerardo Diego, pulso firme y pensativo entre palabras que se miran entre sí; el aristocrático trazo de Llosent abarloado a la derecha de pico inglés; la letra limpia y reclinada en su timidez de Luis Cernuda, trazo siempre manifestando la queja de un dolor abierto y la ferocidad intelectual que lo distingue sobre el resto de la generación. No falta en la hoja de ruta la nueva sensibilidad musical en torno al Grupo de los Ocho formado por Salvador Bacarisse, Rosa García Ascot, Rodolfo y Ernesto Halffter, Gustavo Pittaluga o Adolfo Salazar. Se escucha redonda y negra su música en «La palabra pintada» cuyo recorrido abrocha la memoria la voz y la imagen del cine, coordinados sus documentos por el director José Antonio Hergueta. No deberían dejar pasar esta exposición sin disfrutar de las proyecciones de las gargantas de El Chorro y el primigenio Caminito del Rey, con acrobáticos trenes de 1929. Y sobre todo las tres piezas magnificas: la última arenga mussoliniana de Primo de Rivera en 1930 llamando al ardor de la patria en el corazón. La de «Esencia de verbena» con Ramón Gómez de la Serna camuflado de chistera en un tiro al plato, y soberbio en «El orador» donde parodia al célebre dictador respaldado por Alfonso XIII, con su monóculo sin cristal para ver las cosas de relieve y anotar lo que tienen de extraordinario, y su mano convincente para atraer multitudes, indicarles el camino a seguir y captar ideas en la elocuencia del discurso.

Lo deja claro «La palabra pintada». La memoria tiene letra, dibujo, cuadro, música, cine, y tipografía elzeviriana de un progreso que voló alto y se truncó. Volver a leerla es un recomendable ejercicio didáctico. Incluso necesario en estos días donde el arte debería ser los cinco dedos de una misma mano de la cultura, antídoto eficaz contra lo atávico que todo lo empobrece. Cuando se metamorfosea el presente en un tempestuoso Cabo de Hornos, nada como hacer de la cultura un barco de vanguardia y de esperanza.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es