Quizás no iba tan desencaminado hace una década Baltasar Garzón, cuando preguntaba como juez de Instrucción si Franco había muerto. Entre las numerosas razones aportadas para que Pedro Sánchez sea de momento el presidente del Gobierno más breve de la democracia, suele escamotearse su obsesión incumplida por desenterrar al dictador. Gobernantes de la izquierda teórica como González o Zapatero prefirieron no tontear con el Generalitísimo, o heredaron directamente su yate Azor. El magistrado que abre este párrafo se encontró con tres querellas del Supremo en cuanto se atrevió a interrogar al franquismo, con el resultado de su desahucio judicial.

Franco pesa como una losa, que Sánchez ha sido incapaz de levantar hasta hoy mismo. El Supremo ya ha aventurado que no permitirá la mudanza de la momia, pero el dato definitivo sobre la vigencia del dictador es el desembarco en tropel de un neofranquismo floreciente cabalgado por PP, Vox o Ciudadanos. Por sus iniciales, el PVC o Partido del Valle de los Caídos, monumento que pronto superará al Museo del Prado en poder simbólico si no en visitantes.

Franco exhuma o esfuma a Sánchez, del humus al fumus. Logros sociales tan milagrosos como la multiplicación de los salarios mínimos, de las pensiones y de las remuneraciones funcionariales quedarán arrinconados por la lucha agónica contra un tirano presuntamente fallecido. Ni el franquista Vizcaíno Casas se tomaba en serio su novela... Y al tercer año resucitó, pero las pantallas se han inundado de abogados de la familia del déspota, nostálgicos del auténtico Régimen y frailes trabucaires falangistas. Por no hablar de los millones de votantes que esta primavera neutralizarán el afán suicida por rematar al dictador. Solo un político español ha sido dado por muerto más veces que Franco, y también se llama Pedro Sánchez.