Quizás las primeras memorias de un político, en un sentido plenamente moderno, sean las Memorias de ultratumbra de François -René de Chateaubriand que, como dijo alguien, describen "la caída de un hombre en la Historia". Su influencia ha sido inmensa, porque fraguó un modelo narrativo: insertar la experiencia política -la personal intervención en el decurso histórico - en la intimidad personal. Y a veces, brillantemente, viceversa. Legitimista y conservador, romántico y apasionado, Chateaubriand es un escritor magnífico con el que asistes a los estertores del reinado de Luis XVI, al tumulto relampagueante de la Revolución, al imperio napoleónico - detestaba a Napoleón desde una irreprimible admiración patriótica por su liderazgo y sus conquistas - y a la desgraciada restauración monárquica que acaba - para él, ya anciano, cansado y pobre - sepultando todas sus esperanzas políticas. Así, describe la agonía del último de los Capeto, el rey Carlos X, quien a su juicio murió muy bien "nada extraño por parte de una dinastía que lleva muriéndose espléndidamente desde hace muchos años".

En una carta una amiga le preguntaba a Chateaubriand que era lo indispensable para escribir unas buenas memorias, a lo que respondió lacónicamente: "Tiempo, madame, tiempo". No se refería obviamente al tiempo para escribirlas, sino al tiempo necesario para que los acontecimientos pasaran por el tamiz de una nostalgia valorativa. Sin cierta perspectiva temporal no es posible escribir unas buenas memorias si uno pretende hacer un ejercicio solvente y honesto, tanto intelectual como literariamente. No se trata tanto de recordar bien las cosas sino de valorar su significado a ese amplio y frustrante contexto moral que es la vida de un hombre o una mujer, y sobre el mismo, construir un relato que no tiene por qué coincidir exactamente con la realidad: se trata de contar una verdad, la verdad de un ser humano, no de describir minuciosamente los hechos.

Si el libro del presidente Pedro Sánchez me parece ridículo es, sobre todo, y más allá de ese lenguaje de guardería infantil y entusiasmos recortables, porque pretende contar algo que, en puridad, no ha terminado de ocurrir. Por eso ese desajuste - tan poco chateabriandesco - entre la vida privada y la vida pública. Un desajuste que hunde sus raíces - la anécdota inicial sobre el colchón de la cama presidencial lo ejemplifica - en un provincianismo bastante chabacano. Se trata de un libro escrito a toda velocidad pero, sobre todo, se trata de un texto casi porfiadamente irrelevante que es inútil a la hora de entender el proyecto político del sanchismo. No hay contexto político, ideológico o cultural. No hay ningún conflicto interno de los que alimentan la actividad política y la misma vida. No hay un relato que se sobreponga - e incluso refuerce - la novela de la propaganda monclovita. No hay una frase feliz ni un análisis que sobrepase el folio y medio. Y sobre todo Sánchez sale de ese fracasado autorretrato como un político tan encantado de haberse conocido como aburrido hasta el bostezo. Y así llega a quejarse - aunque lo haga irónicamente - de un físico tan poderoso y magnético que durante algún tiempo lo aprovecharon para descalificarlo. Un hombre tan guapo no podía ser inteligente. Me parece triste. Me parece deprimente. Me parece que solo un narcisismo clueco que bordea en lo patético puede explicar un libro tan prescindible y garrapateado como este.