La primera vez que vi a Celia Villalobos fue en el hall del Málaga Palacio. Le estaba diciendo a su interlocutor: «a ese se lo van a follar pronto». Supe después que se refería a un secretario de estado o director general del Gobierno, algo reticente a financiar un proyecto para Málaga, una infraestructura.

No sé qué año era ni cuántos tenía yo. Ella era alcaldesa y a mí ni me habían dado el carné de poeta, ni casi el de conducir, tampoco escribía artículos de opinión ni soñaba con escribirlos. Tenía un Micra verde. Yo, no Celia, que tampoco tenía el casoplón en la plaza del Obispo del que gozó después y que creo que ya ha vendido. Fui indiscreto y osado al acercarme a ella, que hacía confidencias con un compañero de partido, pero así es uno a veces, audaz de puro inconsciente (disfrazado de empanao).

Celia daba rueda de prensa aquella mañana. Creo que yo había desayunado poco y había leído una entrevista con Jorge Sampaio, recién elegido por primera vez presidente de Portugal. Me dio buena impresión Celia. Habil, rápida, lista. Creo que después de la tal rueda de prensa me fui con un par de compañero de otros medios a tomar un café, sin urgencias de web o Twitter. La calle Larios no era peatonal. La dinámica era llegar a la redacción a media mañana, esperar a que te hicieran la maqueta y escribir la tal rueda o lo que tuvieras. Al día siguiente los lectores leerían lo que había dicho Celia y uno, a lo largo de la noche, tenía pesadillas acojonado de que la competencia diera algo mejor, con mejor enfoque o ángulo. Con declaraciones que a mí se me hubieran escapado. Yo tenía lo del follar, pero no era plan de publicarlo. Todos estos años me ha perseguido la pregunta de si a ese señor, en efecto, se lo habían follado, bien merecido lo tenía, claro, si es que le negaba algo a Málaga.

A Celia la guindé yo primeramente mirándole las piernas en lo de Hermida. La entrevisté alguna vez y asistí a cómo ideaba el Palacio de Ferias, el túnel de la Alcazaba o el Carpena. Como periodista, quiero decir. Le hicieron una faena nombrándola ministra. Un lío aquello, el caldo y tal. También tuvieron un punto de incomprensión y saña con ella, no sé, por andaluza, por el acento, no sé. A Magdalena Álvarez le pasó algo parecido. Y ojo, eso no significa que no haya sido a veces chocarrera e impresentable.

El día de su toma de posesión como ministra yo estaba allí, como el dinosaurio de Monterroso. El salón, allá en esa sede de ladrillo visto, imponente, que tiene el Ministerio de Sanidad en Madrid, Fernández Albor le daba la cartera, el relevo. No me acerqué a ella, ni le saqué declaraciones, ni nada de nada. No me dejaron. Grande bulla. Empujones. Me fui a dar un paseo por Madrid, diciéndome a mí mismo a menudo: «enviado especial». Cogí el avión de vuelta y escribí un cronicón de esos que te salen bien por haber estado en el lugar.

Ahora el periodismo se ha convertido en parte en darle el coñazo a alguien por teléfono para que te dé un dato o en mirar las redes sociales, se está perdiendo la costumbre de ir a los sitios, con lo bien que se está en los sitios, oye, pero nada, ahí estamos en las redacciones, que son el lugar del mundo donde menos noticias se producen. Sales a la calle y te topas con ellas. Te topas incluso con una crónica o una entrevista, pero en la redacción, y más en las de ahora, solo hay ordenadores y ventanas y un señor que viene a decir que la suscripción no le llega.

Celia quería ser autoridad portuaria, pero se alió con Sáenz de Santamaría y como Pablo Casado le parece un niñato facha y pijo, y lo dijo, se follaron sus pretensiones. Ayer estaba en Espejo Público con Susana Griso y Belloch y no sé yo si es que va a retomar su carrera televisiva. Yo con tal de que Revilla salga menos estoy dispuesto a verla ocasionalmente.