Estambul, la ciudad caleidoscópica, donde "un muecín pregonaba sus oraciones desde lo alto de su minarete". Nos lo contaba años después Rafael Alberti en el tercer libro de sus memorias, "La arboleda perdida". Hace unos 20 años escribía la periodista Natalie de Saint Phalle que el Pera Palas de Estambul era un hotel mítico, milagrosamente intacto. "Desde la llegada de Sarah Bernhardt a la habitación 304, de Mata Hari a la habitación 104, de Greta Garbo a la habitación 103, de Hemingway a la habitación 218, nada ha cambiado..."

El Pera Palace abrió sus puertas en 1892 para alojar a los viajeros que llegaban a la capital del Bósforo en el tren más famoso de Europa, el Orient-Express. Salía de París, paraba en Viena y en otros lugares legendarios y algo más de tres días después llegaba a la estación Sirkeci de Estambul. La construcción del Pera Palas fue fruto de la iniciativa de un brillante empresario de origen armenio y de una gran empresa europea de aquella época, con un nombre tan largo como romántico: la Compañía Internacional de los Coches-Camas y de los Grandes Expresos Europeos. Por cierto, hace ya muchísimos años trabajé en sus sucursales de Málaga (en el número 20 de la muy malagueña calle Strachan) y en el emergente Torremolinos. Fue como estudiar en Cambridge. Sus directores fueron dos maestros: don Eduardo Pito y don Juan José Alcayaga. Lo que mis antiguos compañeros, como Paco Ruiz, no supieran de turismo, simplemente no valía la pena saberse.

Era evidente que los viajeros del Orient Express ya tenían en Estambul un alojamiento digno del tren fabuloso que los había llevado a los confines de Europa. El Pera Palas ha sido recientemente rescatado de la decadencia, gracias a una renovación modélica. No es fácil que un hotel irrepetible, lleno de magia y con una historia de más de un siglo, pueda volver a ser lo que era. Con todas las esencias intactas. El Pera Palas lo había conseguido. Plenamente. Como en el Ritz de Madrid, la recepción seguía estando separada de la conserjería. Y como en el otro Ritz, el de la Place Vendôme de París, era obvio que los salones habían sido diseñados para hacer inolvidable la llegada de una dama. Un lugar que compartía vibraciones con los grandes hoteles de este mundo y donde el secreto de su perfección sigue estando en que los engranajes nunca se noten.

Todos los objetos sagrados del culto al confort y la hospitalidad estaban allí, cuidados como reliquias valiosas. El ascensor de maderas nobles, majestuoso sin ser excesivo, tan apreciado por el escritor británico Daniel Farson, del que había dicho que "es el ascensor más bello del mundo". La riqueza siempre discreta de los artesonados, el palanquín en el que los viajeros llegados a la estación de Sirkeci eran llevados hasta el hotel por las cuestas del Beyoglu. Donde les esperaba una gran cocina y un servicio impecables. Además del rito del "high-tea" de las tardes. El bar donde estaban todas las bebidas imaginables, custodiadas por las fotos - algunas maravillosamente amarillentas - de los grandes personajes que hicieron del Pera Palas su casa.

"El sol al levantarse por encima de las colinas de Pera, sobre los minaretes de la ciudad y el Cuerno de Oro, te llenaba el corazón con una felicidad intensa..." Así describía su primera mañana en el Pera Palas el escritor noruego y Premio Nobel Knut Hamsun. Todo en el marco de una sofisticada ciudad histórica, irrepetible, a caballo entre Asia y Europa, donde la gente, siempre amable, se comunicaba en más de 40 idiomas. El sol se pone. Estambul se va llenado de luces. Y la imaginación del viajero se nutre de vivencias y de historias legendarias. Como las de la habitación 411 del Pera Palas, donde Agatha Christie pudo escribir uno de los libros más leídos del planeta: el "Asesinato en el Orient Express".