Mi hijo pequeño se ha hecho del Barça. Se pasa el día cantando el himno y sólo levantarse arrastra la pelota hasta el retrete. Luego la arrastra de vuelta al cuarto, se viste, y sigue arrastrándola hasta la cocina donde desayuna de pie. No la deja hasta que salimos por la puerta. Lleva así algo más de tres semanas.

Pensé que se le pasaría pero la cosa va a peor. Hace los deberes con la pelota entre las piernas. Y busca canales de fútbol en la tele cuando antes solía ver dibujos animados. Creo que con este descubrimiento suyo se ha hecho viejo de golpe. Como si hubiera entrado en una especie de adolescencia precoz. Aún no ha cumplido los diez años y ya sólo quiere ver fútbol.

El salón de casa, antaño un templo del arte y del yoga, se ha convertido en un campo de fútbol donde lámparas, muebles y personas reciben pelotazos a diario. Le regaño y le llevo al parque para que dé pelotazos a los vecinos mientras yo le miro y me pregunto por qué no tocará más la guitarra.

Yo no entiendo nada de fútbol. No sé distinguir un córner de un penalti.

Ya me veo desatada, pegando gritos en sus futuros partidos. Como esos padres que montan un escándalo cada vez que sus hijos juegan y a veces los árbitros les tienen que llamar la atención. Los sicólogos dicen que gritando presionan a los niños. Puede ser que en algunos casos sea así pero últimamente no puedo evitar pensar que algunos sicólogos son idiotas. Pretenden que nos comportemos como marionetas. No hay nada más aburrido que ver un partido de fútbol en silencio. Y si tu padre o tu madre no vibran contigo, ¿quién va a vibrar? y ¿cómo vas a vibrar luego tú con tus hijos? Uno necesita un modelo a seguir. Hombre, no hay que llegar a un extremo de hacer sentir mal al niño si pierde el partido, se cae, o no mete el tan ansiado gol. Un poco de sentido común es más que suficiente. Pero estoy hasta los ovarios de los sicólogos y de lo políticamente correcto que termina siendo un atentado contra lo natural. Algo así como perfumar a un perro.

En realidad, si busco en mis recuerdos, una vez tuve un novio futbolero. Afortunadamente se apiadó de mí al ver que me aburría de bostezo el fútbol televisado. En vez de a la pantalla yo le miraba a él y analizaba sus reacciones. Eso me resultaba mucho más interesante. Lo que sí recuerdo es cómo se transformaba. Pasaba de ser un tipo tranquilo, un poco bajo de ánimo a veces, a un manojo de nervios. Durante el partido hablaba solo y todo se volvía un asunto de vida o muerte. Pasaba de la catástrofe más absoluta a la celebración más apoteósica rozaba todo el abanico de emociones posibles; la sorpresa, la indiferencia, el desprecio, la admiración, la resignación. Era digno de estudio.

No entendía por qué ver a aquellos diminutos personajes moverse por el campo para tratar de meter un puntito aún más diminuto en una portería podía dar tanto de sí. Podía entender que jugar personalmente fuera divertido pero ver cómo jugaban otros por la tele y sudar de emoción…¿Qué sentido tenía todo aquello?

Cuantas más pelotas metían en aquellas porterías más loco se volvía mi novio y más amada me sentía yo.

Luego supe que hay hombres que sólo procrean cuando ganan sus equipos y cuando pierden caen en una profunda depresión. Eso debe ser un auténtico problema. Si tu equipo pierde a menudo puedes pasarte la vida deprimido. Por eso es importante elegir bien. Menos mal que mi hijo ha elegido al Barça que por lo poco que sé gana bastante a menudo.

Creo que el fútbol es una vía perfecta para experimentar emociones y sobre todo deshacerse de la rabia.

Una vez fui al Camp Nou, y como soy una esponja, al ver como todos gritaban y se cagaban en los jugadores me puse malísima. Me pasé la noche vomitando. No sabía si por el perrito caliente que tomé o por los insultos. No volví nunca más.

La vida es así. Jamás hubiera imaginado que con el talento que tiene mi hijo para el arte, en fin, no quiero darle más vueltas. Las cosas son como son. Tal vez sea sólo una etapa.