Ya se asoma con fiereza el sol al balcón del mediodía avisando de que en breve salta a abrazarnos con su calor de ansiosa primavera, pero las noches -todavía frías- arrasan con ese calor de tan pocas horas y lo fulminan. Llegan también, con el persistente viento, los primeros indicios de alergia para los más alérgicos, desperdigadas las caprichosas partículas por la arbitraria fuerza que los empuja hasta sus victimas.

Se ven ya las playas más pobladas cada domingo, la gente repartida en trayectorias por la arena se imagina más cerca de las vacaciones que sin embargo tanto tardan todavía; alguno va tramando un sueño -o borrándolo- en el agua por la orilla mientras refresca el calor de la cabeza a través de sus pies descalzos salpicando alivio. Viene además a visitarnos, justo ahora, este verano de días que es la semana blanca, en la que los exhaustos niños respiran por esa pequeña ventana a su medida que les trae la libertad de un horario sin horas, aunque no siempre en familia.

Llegan también los turistas más impacientes -que no son pocos - y ya recorren innumerables por las calles, desorientados, sedientos y generosos, esquivan y se topan con multitud de obras de camino a los museos, como una performance que les diera la futura bienvenida en su paseo a la caza de ese escaso sol que a muchos les basta. El invierno de algunos lugares es el verano de otros remotos. Igual pasa con las personas.

Las estaciones también son estados de ánimo. O tal vez sea en sentido contrario. El caso es que ya tarda en llegar la primavera que nos contagie como una alergia su forma de darle a todo colores. Porque ya cansa este invierno de verlo todo gris, o en el blanco y negro tajante de las afiladas banderas que ondean.