Desde mi punto de vista habría que fusilar a los que dicen «bajo mi punto de vista». Todo el mundo nace con un cupo de veces que puede decir «como si no hubiera un mañana». Pero hay gente que lo dice, en efecto, como si no hubiera un mañana. El primero que aplicó lo de pistoletazo de salida a algo que no fuera el atletismo fue un genio, el que lo sigue diciendo ahora resulta aborrecible. De salida y de entrada. Cada vez que oigo «pistoletazo de salida echo mano a Millán Astray».

Lo siguiente que quiero decir es que menos mal que ya se va pasando la moda de decir «no, lo siguiente». Ya nos advirtió el inolvidable y olvidado Lázaro Carreter, en uno de los artículos de aquella serie «El dardo en la palabra» que las multitudes deben echar mal olor, así que conviene escribir loor de multitudes y no olor de multitudes.

Tan aborrecible son los dogmáticos y guardianes del idioma (si los idiomas no se contaminaran y cambiaran no habría nuevos idiomas y todos hablaríamos en neandertal) como los que lo descuidan a sabiendas.

El periodista Álex Grijelmo («El estilo del periodista», que debería ser libro de texto en Periodismo) acaba de publicar la novela «El cazador de estilemas» (Espasa). En ella, Eugenio Pulido, filólogo, ayuda al comisario Contreras a resolver casos utilizando, para identificar a los delincuentes, los estilemas, que son variaciones idiomáticas propias de cada persona y que se deben a su origen, historia familiar y trayectoria vital. O sea, cada persona tiene sus clichés y muletillas. Al principio escéptico, muy pronto Contreras se dará cuenta de que el método de Pulido es de una eficacia insospechada. Es decir, por su habla lo conoceréis.

Todos tenemos un amigo amigo de «en fin», muy fan de «por consiguiente» o fiel aliado de «dar luz verde». Las frases hechas son como la ginebra, no es malo una de cuando en cuando pero se corren riesgos si se toma todo el rato, aunque sea para curarte una herida. Las muletillas son necesarias, pero restringibles. La ortografía cambia mucho, hoy lleva hache y ayer no.

La columna se nos va torciendo hacia el país de la digresión. Si te comes un libro muy gordo tardas tres horas en hacer la digresión. Digresión, palabra que a veces escribo mal, creyendo que es disgresión, pero lo que pretendo es alumbrar una columna para recordar algunas cosas curiosas del lenguaje. Pero no para «poner en valor», no, por Dios, por favor, poner en valor debe quedar para políticos que quieren ponerse a sí mismos en valor dando una rueda de prensa, rueda de prensa que desearían que los medios pusieran en valor en sus ediciones impresas y web, en «la internet», que decía el otro día un concejal.

A veces leo solo (qué pena de acento caído, ahora no saben si leo a solas o leo solamente) por ver si encuentro la palabra badulaque y no fue aislado el día en el que perpetré un artículo solo por meter la palabra canonjía, luego ya de haber usado hidropedal, momio, cagalindes y chollo. También herrete, que es el remate, generalmente metálico, que se pone a los cordones para que puedan entrar fácilmente por los ojetes. El ángel de la guarda del escritor es filólogo de profesión. No deberían dejar conducir a quien se pasa con los puntos suspensivos. Ni a quien se pone a escribir puesto de comillas hasta las cejas. Se va el día y no he colado la palabra alondra en un poema. En fin («en fin», muletilla perdonable, como otras que hay en esta columna, si bien, las columnas no deben llevar conclusión explícita). Cuidado con «permanfrost», que se está poniendo de moda. Vale.