Me habían advertido que mejor no me acercara a ella. «Es arisca, huraña y sobre todo borde. Aunque a veces es lo contrario y te empalaga de tantísima dulzura», me decían nuestras amistades comunes. Y yo, que colecciono personalidades excéntricas, cuantos más detalles me contaban, más interés tenía en tomarme algo con ella, colarme en su casa, ser blanco de sus críticas furibundas o sus halagos desmesurados. Hace unos días lo conseguí. Le dije a través de su página web que le quería comprar uno de sus dibujos -las pinturas se escapan totalmente de mi presupuesto- y ella accedió a vendérmelo, dijo que me pasara tal día por su casa y me invitaría a un té.

Lo primero que he de aclarar es que conmigo no fue ni corrosiva ni dulzona, creo que le suscité indiferencia; parece ser que decidió mostrarse de un modo lo más plano posible, para que pudiera verla desprovista de esos ademanes teatrales que le daban tanto renombre en los corrillos artísticos; más que comprarle su obra, la entrevisté. Y así pude percibir que es curioso lo que hacen de una persona las habladurías y esa fama incierta que nos precede y que a veces -demasiadas- nos esclaviza a lo que los demás piensan, que nos sirve para acomodarnos a dejar de pensar por nosotros mismos: es más fácil parecer lo que dicen que somos que atreverse a ser. Y en personas como la Quijota no se sabe dónde empieza una cosa y acaba la otra.

Lo que más me llamó la atención de su casa no fue la profusión caótica de cuadros, dibujos, pinceles y otros objetos, pues todo esto suele ser casi obligatorio en donde trabaja quien se dedica al arte, y se acentúa cuando no comparte con nadie el espacio, como era su caso; lo más sorprendente fue contemplar su biblioteca de decenas de ejemplares con una característica inusual: ningún libro tenía portada, todos los ejemplares estaban deslomados y con el nombre de quien lo había escrito tachado en la portadilla y en cualquier otra página en la que apareciera.

-En la librería a donde voy me preparan los libros de esta forma. Me gusta leer sin dejarme influir por quién los ha escrito. Me da igual que sea mujer, hombre, ucraniano o peruana. No me interesa lo que piense, sino lo que quiera contarme. Mi crítica es tan sencilla como pura. Deberías probar.

Le pregunté por un calendario gigante que tenía señalados varios días: con un círculo rojo los martes, verde los jueves, y los sábados con uno negro.

-¡Qué cotilla eres! Te explico: el martes es el día que me toca ser mentirosa. Me lo paso bien, es como actuar. Los jueves me dedico a salir a la calle y meterme donde no me llaman, no vuelvo a casa sin haberme peleado con algún capullo o alguna gilipollas que está puteando a alguien, sea humano o animal. En el barrio me dicen la Quijota, y ya hay quien se esconde cuando me ve los jueves; también quienes se quieren juntar para darme una paliza. Que se jodan.

-¿Y los sábados de negro?

-El día sin luz. Como pintora, me paso la mañana, la tarde y la noche dándole vueltas a la luz, me fascina. Los sábados me pongo una venda, me tumbo en la cama y escucho música. Vamos, que me relajo.

Me dijo estas razones y otras parecidas -a cuál más original- casi sin mirarme, centrada en una pintura de dimensiones diminutas.

-Desde que me regalaron esta lupa de relojero, he descubierto la textura de lo pequeño. Me gustaría ser una mosca: ¿sabes que tienen cientos de ojos? Una mosca ciempiés, para pintar con muchas manos y muchos ojos al mismo tiempo.

Contemplé sus dibujos, las pinturas. Su estilo me recuerda a Ressendi, el pintor sevillano. Me atreví a comentárselo:

-Ya me lo han dicho alguna vez. Sí, tenemos cosas en común, lo que pasa es que a mí me pierde el detalle. ¿Llevas dos días sin afeitarte?

-Tres.

-¿Ves? Casi siento cómo crece tu barba; me gustaría poder oírla. El pelo es como la hierba, lo único que sabe hacer es aumentar, y lo único que sabemos hacer nosotros es cortarlo. Hemos creado un mundo de cuchillas, tijeras y podadoras, nos asusta dejarnos llevar.

Me fui con un dibujo de una niña que hace pompas de jabón en medio de una calle transitada. Nadie la mira, excepto -y me doy cuenta ahora- un gorrión que, posado en un alféizar, parece que sonríe.