Nunca antes caminó tanto el silencio. Demacrado, tenso, con la única huella del miedo en la mirada de todas las edades, la sangre seca en la boca, la sombra rota en los senderos sin hierba, en las carreteras dirección a la huida. Bombas, metralla, balas silbando desde el cielo con pájaros de la muerte entre la lluvia y la nieve atronando febrero, sin almendros rosas culebreando desde Málaga a Almería. Dos años más tarde, como si fuese el eco de su fantasma, sucedió de Cataluña a los Pirineos. Igual febrero, la misma derrota. El invierno de 1939 convertido en una frontera con varias puertas: Cérbere, Perthus, Boung Madame, y la misma vergüenza de un frío abrazo con alambrada de cerco.

Qué poco hace memoria la memoria de lo que no se quiere porque pesa, porque duele, porque no gusta el recuerdo de su rostro en el espejo. Tal vez sea la razón por la que en este país no aprendemos del pasado, y en su lugar lo guardamos como una navaja en el pecho. Mejor nos valdría hacerlo como una paloma de olivo y blanco. Ochenta años cumplimos de aquel exilio republicano y de la gente de a pie -doscientos mil civiles- que llegó descalza y en familia a la pata coja. Su derrota también significó la derrota de la libertad de un himno que no supo acoger la libertad perdida de quiénes creyeron que serían abrigados. No existió el honor de hermandad ni el amparo hermano de 1938 con los 20.000 republicanos que cruzaron desde Aragón. Un año después no hubo agua caliente. Tampoco pan ni mantas para los niños. Sólo gestión administrativa: derecho al asilo para 440 mil refugiados, fragmentación humana entre los 77 departamentos franceses y campos de concentración a la intemperie y con el mar como guardián. Siempre tiene la hoja cortante de la memoria nombres a los que deberle dolor y flores. Edouard Daladier por la dureza de su decreto de 1938, pensando en España. Angelès-Sur-Mer donde sólo la dignidad de los presos se rebeló contra la humillación.

Hay muchos libros que sirven de linterna en el sótano o el desván. Los olvidados de Antonio Vilanova o L'exil des républicains espagnols en France de Geneviève Dreyfus-Armand. Y fotografías como las de Roger Viollet sin saber que Mariano García y su hija Alicia con una pierna amputada serían inmortalizados en piedra escultórica por Lola Reyes y Joan Garcia-Codina en el año 2000 en un sendero del pueblo La Vajol. O el retrato de Robert Capa de la ternura de una madrea abrigando a su hijo pequeño en medio de un campo para extranjeros sin esperanza. Sus testimonios dramáticos acerca de la precariedad de la higiene, de la falta de humanidad de un campamento acotado por las olas, la tramontana y las ametralladoras de los soldados senegaleses, tienen voz de punta y cicatrices de orgullo en el documental sonoro de RNE Cuando los refugiados éramos nosotros, enhorabuena Luis Zaragoza. Los recuerdos de hundir el cansancio en la nieve; la supervivencia de buscar un agujero entre los muertos mientras el fuego de la aviación franquista acosaba la huida; bebés saltando por los aires entre un garfio de humo; madres con los hijos muertos acunados en nanas entre los brazos subidas a camiones. El olor agrio del éxodo; el grito sordo y negro de Goya a paso lento de sandalias, de alpargatas, a bordo de carros, de mulas, de camiones con esquirlas de sangre en la madera; soldados republicanos con una manta en bandolera y un rifle sin munición; mujeres con hatillos en la cabeza, otras de abrigo largo y sombrero sucio, cruzando puentes, con maletas de cartón y de la mano un niño de mirada azul u ojos ciegos. Muchas son las imágenes en blanco y negro. También las voces sobre los desnudos sin edad bajo el ardor de las duchas, despellejados a cepillo duro los cuerpos vencidos de polvo, de hambre y dignidad en los huesos. Las mujeres y los niños a un lado y a camiones. A partir de los 17 los hombres al campo sin barracones, en los que hacer un agujero en la arena para refugiarse del viento, el pan lanzando al aire desde camiones para que cada cual disputase su bocado. La guerra después de la guerra.

Nunca ese exilio al que Francia terminó dándole a escoger entre alistarse al ejército, volver a España, embarcarse a América, ser contratado como mano de campo o cualificada en fábricas, existió en los libros escolares. Pocos Historiadores contaron que Francia enroló por la fuerza a 30.000 españoles «voluntarios» en las Compañías de Trabajadores Españoles para la fortificación de la Línea Maginot, y que en su mayoría terminaron en manos de los nazis como narró Carlos Hernández en su libro Los últimos españoles de Mauthausen. Hubo que esperar a La Transición para saberlo por boca de sus protagonistas. Familiares que al final de la postguerra regresaron; a través de la conciencia de nuestra poesía con aquella herida impresa y clandestina en el sello Ibérico y Losada: Max Aub, a quien está recuperando en actualidad Cuadernos del vigía, Ramón J. Sender, María Zambrano, Rafael Alberti Retorno de lo vivo lejano; Emilio Prados Jardín cerrado; Arturo Barea Forja de un rebelde o León Felipe Antología rota. Vuelvo en este, al igual que en otros artículos, a insistir en la lectura, enseñanza y puesta en valor de aquellas ediciones y autores de las que tantos aprendimos la cultura como libertad y progreso. Esa fue también la consigna y el empuje de los maestros que desde el principio colaboraron en la construcción de pabellones humanitarios y de los denominados Barracones de la cultura, organizando exposiciones de dibujos, caricaturas y esculturas hechas con jabón por los internados de Saint Cyprien, y consiguiendo de su gremio de los pueblos cercanos pequeñas donaciones de libros, de papel y de lápices. Uno de aquellos jóvenes maestros fue años después en la universidad mi admirado y querido profesor de Filosofía José Luis García Rúa. Hubo igualmente heroínas del trabajo y el corazón como la joven enfermera suiza Elizabeth Eidenbenz que convirtió en un palacete cercano a Angelès en un hospital de maternidad, salvando a 400 niños.

No aceptaron las autoridades francesas las reservas de oro del Gobierno republicano para ayudar a los refugiados, y fueron entregadas al dictador que prometió respetar la vida de los que regresaran si no habían cometido delitos de sangre. «Franco les da la paz y el perdón. Franco es la victoria y la justicia». Lo difundían en radio las proclamas de los vencedores, y en banderola en las calles donde el pueblo saludaba brazo en alto la entrada de las tropas. La fotografía de entonces mentía poco. Hay ciudades en los que es palpable el júbilo, pero son muchas más en las que hay que hay que fijarse en las caras, en las miradas, en las mandíbulas y los labios. Lo dicen todo a pesar de estar a salvo, intuyendo las penumbras que aguardaban al sol siguiente, sobre todo en los pueblos de interior a los que muchos regresaron ignorando que serían fusilados o internados en los campos de concentración franquistas. También se leen la supervivencia y la incertidumbre en el rostro del exilio español del que se cumplen 80 años y han comenzado las celebraciones de su memoria. La que presentó hace semanas la ministra Dolores Delgado: rendir homenaje en 43 ciudades de 10 países de tres continentes. Es grande el mapa: Francia, Chile, Argentina, Puerto Rico, México donde el barco Sinaia desembarcó 307 familias. 1.599 personas más a las que otros vapores como el Siboney habían puesto a salvo, hasta el total de 25.000 españoles, gracias a la acogida de su presidente Lázaro Cárdenas. Su travesía será uno de los documentales entre los muchos actos con los que los responsables de la Memoria Histórica, intentar responder al sentimiento de orfandad que tuvieron los exiliados, y el amargo dolor que se prolonga.

Es importante saber qué fue de los exiliados y dejar de negarle a los perdedores su verdad y su Historia, una tumba en la que honrar su descanso. El día que entendamos que la memoria es de todos y debe ser dignificada, nuestra herida dejará de estar destinada a no cerrarse. Entonces de los muertos nacerán las flores.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es