La audiencia mediática del juicio por el Procés decaía (salvo en Cataluña ) pero los ilustres testigos de esta semana la recuperaron: Rajoy, Soraya, Urkullu, Montoro y Zoido. Otros comparecientes quedaron eclipsados, léase Tardá, Rufián o Ada Colau.

Gran conclusión, que no resuelve nada: nadie se hace responsable del fiasco del 1 de Octubre, ni por un lado, ni por otro. Los acusados de organizar el referéndum ilegal, para escabullirse de la Justicia; y los responsables del Gobierno porque no quieren reconocer, o identificar, al que dio la desafortunada orden de intervención. Rajoy miró hacia abajo, Soraya también y el tercero en la cadena de mando, el ministro del Interior, Zoido, de profesión juez, respondió como si fuese un acusado y no un testigo. Predominó el «no lo sé» o «no me acuerdo» y solo fue explícito para derivar la responsabilidad hacia «el mando operativo». Todas las miradas se concentran ahora en el coronel de la Guardia Civil que estaba al frente del despliegue. Comparecerá ante el Tribunal Supremo sabiendo que mentir ahí es un grave delito. O quizás acepte una responsabilidad que no sea suya.

Pero el mal trago del 1-O existió. Y su impacto emocional fue tal, que, como ha sugerido Enric Juliana, si el día 2, antes del 3 en el que habló el Rey, se ponen de acuerdo Puigdemont y Jonqueras y convocan elecciones catalanas, el Estado español hubiera tenido una gravísima crisis. La peor. Desaprovecharon la oportunidad, probablemente por su desconfianza infinita.

Que estos dos personajes, o sus partidos, superen su profundo recelo es metafísicamente imposible. Se acusan de deslealtad sin límites con lo que el ambiente en los bancos de los acusados en el juicio, se corta con un cuchillo.

Puigdemont no convocó elecciones el 2 de octubre, por suerte; pero tampoco el 26, por desgracia para todos, después de haberlo anunciado internamente de madrugada. No lo hizo, como recordó el lendakari Urkullu ante el Tribunal, porque Esquerra y otros le montaron una manifestación bajo la ventana de su despacho, y en su partido empezó un goteo de dimisiones, mientras Rufián escribía en su Twitter, con la foto de Puigdemont boca abajo, lo de «155 monedas de plata».

Si esa convocatoria electoral se hubiera producido, difícilmente nadie estaría siendo juzgado, al menos por las graves acusaciones que ahora se les imputan. Pero cualquier cosa que pudiera ir mal, ha ido a peor. Sabíamos que aquella madrugada del 26-O en que Puigdemont concluyó que lo mejor era convocar ya a las urnas, Oriol Junqueras estuvo especialmente áspero con él; y a las pocas horas activó los mecanismos de presión, por más que Rufián disimule ahora. Pero lo que no conocíamos es que cuando Puigdemont desistió de firmar la convocatoria empezaron a perseguirlo para que lo hiciera, los mismos que se lo habían impedido. Puigdemont se echó al monte y le endosó a Carme Forcadell, la presidenta del Parlament, que leyera la declaración de independencia ante el Pleno. Rajoy aplicó el 155.

Pero la confesión de Forcadell más sincera se la hizo a una compañera reclusa que no ha guardado el secreto. Asegura que no fue consciente de lo que pasaba y se queja de que Oriol Junqueras le recomendara «tranquilidad», que no iba a suceder nada grave. Tiene palabras duras para Junqueras y desprecio para Puigdemont. Lamenta, más que el hecho de estar en la carcel, el no poder disfrutar de su nieto de siete meses. Detrás de cada preso hay un drama humano.

Sin embargo, Junqueras, aunque tranquilizara a su entorno, siempre consideró la hipótesis de la prisión. Lo afirmamos con rotundidad porque así nos lo expresó el día 8 de mayo de 2017, es decir, cinco meses antes del 1-O, cuando nos concedió una entrevista para la serie documental 40 años de democracia del Canal Historia. Fuera de cámara, respondió que no podía adelantar pronósticos porque «haremos algo fuerte y no sé cuanto tiempo estaremos en la carcel». Me impactó. Acertó el final, pero acaso erró en el tiempo que ese suplicio duraría.