Que la idea de trascendencia es consustancial al ser humano no es nada nuevo. Que las confesiones, credos, espiritualidades o supersticiones a las que la humanidad se abraza son múltiples y abarcan un campo de extensiones infinitas, tampoco lo es. Las religiones, per se y, claro está, salvando las interpretaciones fanáticas que, a lo largo de los siglos, han acontecido en el seno de todas ellas, no tienen por qué hacer daño a nadie. En esencia, no son más que una necesidad y una búsqueda innata, un intento de comunicación con lo trascendente, una inercia constante a ser mejores y un instrumento de esperanza. Si dejamos atrás los dominios de las grandes religiones monoteístas, el horizonte se torna todavía mucho más heterogéneo y espeso. La multiplicidad de variantes con las que, a modo de tradición, creencia o superstición, podemos toparnos se presenta ya en términos infinitos. Las hay simplemente populares y claramente inofensivas. Que yo me tome las doce uvas en Nochevieja a fin de convocar la buena suerte para el año nuevo, no hace daño a nadie. Probablemente, en la mayoría de los casos, esas uvas se tomen por simple inercia, por costumbre popular o por asiento social, sin ni siquiera creer en esa hipotética buena suerte que se conjura. En cualquier caso, el gesto no resulta pernicioso. Como tampoco lo es el dar un beso bajo el muérdago, usar ropa interior roja, pedir un deseo cuando sorprendemos la estela de una estrella fugaz o sonreírnos al leer el mensaje oculto en las galletitas de la suerte. Reconocer, a niveles estrictamente poéticos, que el destino late y se escribe en el universo, en las estrellas o en el cosmos, puede resultar hasta romántico y merecedor de una gran epopeya o épica literaria. Pero, como decía Mayra Gómez Kemp, «hasta aquí puedo leer». Consultar de pasada los vaticinios del horóscopo cuando has terminado de leer otras secciones o dejar que algún entendido, si viene al caso, te lea la mano o las cartas del Tarot en una reunión de amigos bien pudiera tener un pase a niveles lúdico festivos. Pero seamos claros. Si la Astronomía es una ciencia, la Astrología no es más que una falacia sin fundamento y un triste negocio en torno al cual, si nos salimos del espíritu de echarnos unas risas, se manipulan y explotan muchísimas situaciones dramáticas. Y ojo, que a nivel de creencia no digo yo que cada uno no pueda creer lo que quiera. Pero mi respeto frente a lo que cada cual interiorice o practique se transforma en animadversión cuando la farándula o cuplé de personajillos que se alzan como videntes y gurús del ramo anuncian sus servicios de santería, amarre, cartas, dados y demás supercherías en las contraportadas publicitarias de algunas revistas y, siempre, y aquí quiero marcar la diferencia, ligando su consulta a una línea telefónica de tarifas desorbitadas. Fantoches que, ataviados con túnicas y ropajes que no te ofrecería ni tu peor enemigo, emergen de sus epilépticos colorines para darte respuestas a situaciones personales que ni tú mismo conoces. Y así, viva el vino, ellos se ven capaces de decirte si ella te quiere o no te quiere, si vas a encontrar trabajo, si hay manera de librarte del mal de ojo o si te aguarda alguna cuantiosa herencia futura. Todo ello, les cito las tarifas públicas de algunos, a cambio de la friolera de 90 euros por 15 minutos de servicio. Con un par. Para eso controlan las puertas del futuro. Un empaste, digo yo, te sale mucho más barato, te lo hace un profesional, favorece la salud y es mucho más eficaz y efectivo. El drama se alza en su máximo apogeo cuando la generalidad de estos farsantes vomita discursos en los que se afirma que el cáncer, por ejemplo, se cura meditando o que es posible conversar con personas fallecidas. Personalidades solitarias de carácter sensible y tambaleante, que viven confiadas e inmersas en algún drama de carácter personal o familiar, son las víctimas perfectas de esta cuadrilla de sanguijuelas que se inflan a costa de la desgracia ajena y que, más que resolver el futuro de los demás, deberían preguntarle a la bola de cristal donde se encuentra su propia vergüenza. Caso de haberla.