Recuerdo el buró de mi abuelo Pepe con las desproporcionadas dimensiones que da la mirada de un niño, para el que el patio del colegio era una superficie inabarcable del tamaño de las Indias Orientales, aunque luego, de mayores, nos damos cuenta de que las cosas miden lo que miden, y, salvo las hipotecas y las decepciones, no son para tanto. El caso es que aquel buró, aquel Escorial de cedro americano, era el reflejo de aquel abuelo: orden, rectitud y provecho; en contadas ocasiones lo abría a la curiosidad y codicia de nieto que miraba sin tocar los lápices de dos colores, las gomas de borrar, los papeles aprovechados con la letra minúscula de contable. Como en todo espectáculo, había un número final: el cajón secreto, resorte que se abría como el corazón de los banqueros, mediante una combinación de gestos que nunca he llegado a saber, y cuyo interior era una continuación de lo anterior. Más orden. El misterio sin misterio. Pues vaya.

Los cajones secretos hay que aprovecharlos. Le diría a mi abuelo que aprendiera del PSOE, que llevaba más de cinco quinquenios en la Junta de Andalucía enseñando el ajuar de la modernidad, el progreso, la sanidad, la educación, lo público, las criaturas, lo que en los mercados los tenderos llaman «la flor», lo más granado de esa fruta dulce que es la demagogia y el engaño, y en el cajón secreto de la Sanidad - aquella perla - se han dejado una lista de espera de 843.538 andaluces y andaluzas, de los cuales 506.408 ni siquiera estaban contabilizados. Más de medio millón de enfermos esperando a Godot mientras agravaban, se iban a un médico de pago o se morían, metidos en un cajón olvidado, cogiendo del polvo eres y en polvo te has de convertir.

Estaban en contra de los recortes, sí, pero nadie dijo nada de las desapariciones.