Aquí, en el sur del sur, no hay que esperar la llegada del equinoccio. Te levantas un día y hay algo en la luz que anuncia ya el cambio de estación; creemos estar desgajados de nuestra madre naturaleza y no saber reconocer los síntomas. La noticia es que la naturaleza también está en la ciudad aunque sea en su versión empobrecida: pero si hablamos de azahar, estamos invocando claves más asequibles. Otro día nos referiremos a las aves, si les parece bien (¿alguien ha avistado ya el primer vencejo?) pero entre nuestros sufridos árboles urbanos ha comenzado la enloquecida carrera hacia la primavera. El omnipresente naranjo encabeza las apuestas, pues hasta el más despistado caminante cuya atención no se despegue de su pantalla táctil habrá advertido la novedad de su floración. Los árboles del amor quedaron excluidos de la competición el día que el Ayuntamiento arrancó la doble alineación de calle Cervantes, arruinando para siempre el espectáculo que se ofrecía a quienes los contemplasen en esta época desde el Castillo de Gibralfaro. El aspirante más prometedor, originario de Sudáfrica, es el árbol del coral que, quizá confundido por el suave invierno de este 2019, esboza en estos días las espectaculares flores rojas que le dan su nombre común. Más discretos, pero con una perseverancia cuyos efectos durarán más allá del verano, los caducifolios comienzan a despuntar sus yemas en las menguantes bóvedas que cubren algunas de nuestras calles.

Entretanto, los pitósporos por los que tan fuerte se apuesta en los últimos tiempos ponen cara de póker. Aquejados de complejo del impostor, se preguntan qué pueden ellos aportar ante semejante despliegue. ¡Ah! Y las jacarandas se guiñan el ojo unas a otras. Como buenas divas, saben que deben hacerse de rogar.