Hay una tendencia al desentendimiento que impide darnos la mano hasta en lo más básico, parece que el constante debate político ha impuesto su carácter en todas las charlas y sobremesas y ya nada se discute -ni entre amigos- para encontrar la razón, sino para señalar quién la tenía, quién la posee, quién la registra y la hace marca, y la convierte en insignia o la desglosa en siglas. Como bien defiende tal partido -dicen unos, eso ya lo desmintió tal candidato- replican los otros, y así se pasan las tardes y los días, discutiendo con frases ajenas que no dejan camino al acuerdo.

Algo tan unánime como la manifestación del viernes no dejó pocos malentendidos en ambos lados del permanente y cansino debate político. Unos querían adueñarse de un movimiento que no les pertenece, que es libre e imparable, y que no puede reducirse a ningún partido, pero no resignados a quedarse en un segundo plano ahí estaban ellos para aprovechar el rebufo revolucionario y adelantar su campaña. Otros, que parecen sentirse acorralados por lo que el feminismo proclama y arrollados cuando el mundo avanza, asisten a la revolución a regañadientes, siempre con algo que matizar, apostillando y quitando la razón que en un principio daban, como si dijeran: estoy de acuerdo con lo que dices siempre y cuando signifique esto otro.

Pero no pudo el ruido de ahora contra el silencio de tantos años, y miles de personas salían convencidas, sin complejos, de la mano, marchando juntas sin pedirse ningún carné, ni pedir votos, hacia un mundo más justo, volviendo anecdótica cualquier polémica.

Así que mientras unos y otros se peleaban intentando redefinir lo que estaba ocurriendo o por ocurrir otras dejaban bien claro, con indiscutible número, que el significado se lo iban a dar ellas. Y que esto no ha hecho más que comenzar.