Así es como imaginaba Petr Ginz la superficie de nuestro satélite: una sucesión de cráteres agrestes que dibujó con lápiz de grafito y trazo enérgico. La imagen resultante destila una fuerza arrebatadora, propia de un fotograma de cine expresionista, que desconcierta más aún al saber que fue concebida por un niño de quince años. Lo más conmovedor en ella es la visión de la Tierra a través de esos mismos cráteres: un planeta luminoso sin accidentes geográficos ni fronteras. En la distancia, un hogar acogedor para la humanidad. Estremece intentar asomarse a la psique de un adolescente que quiso mirar a nuestro mundo desde el espacio exterior, sobre todo cuando conocemos las circunstancias en que esbozó su obra.

El lector conocerá sin duda el nombre de Anna Frank aunque es probable que no haya oído hablar de Petr Ginz, a pesar del paralelismo existente entre ambos: Ginz, que también escribió un Diario, fue uno de los millones de seres humanos que perecieron en las cámaras de gas, adonde fue enviado tras dos años de cautiverio en el campo de concentración de Theresienstadt. Allí dibujó su Paisaje lunar en 1944.

Cuando vemos hoy las fotografías de la familia Ginz paseando sonrientes por las calles de Praga en los años de preguerra es imposible no reconocerse en ellas; resulta difícil contener la emoción sabiendo lo que vino después. La emoción da paso a la indignación al leer a quien invoca de forma mezquina la memoria de estas almas inocentes, citando con ligereza unos diarios que deberían leerse con más atención. Elsa Artadi, lectora de Anna Frank, es aficionada al dibujo. Como Petr Ginz, cuyo diario empieza: «Hay niebla. Han sacado un distintivo para los judíos que es más o menos así.»