Seamos francos: para quien busque fama y reconocimiento de manera inmediata, la industria del cine nacional resulta de lo más desagradecido. Incluso en Málaga, cuna de un festival cinematográfico que ya va peinando canas, el anonimato popular de la mayoría de personajes que desfilan por las moquetas rojas es un dato relativamente incuestionable. Que luego estarán los expertos, como en todo, no les digo que no: críticos de cine checo con gafas de pasta y comedores de wok se los encuentra ya uno en cada esquina. Pero yo les hablo a pie de calle. Y es que, quitando a nuestros actores locales y al Banderas, que en Málaga más que un actor es una institución, las referencias vecinales de barrio al impostado famoseo de quienes presumen de moqueta no se extienden mucho más allá del limitado mundo de las perífrasis y las referencias contextuales. Y así, cuando te preguntan a quién viste posar frente al Cervantes, uno no cita nombres y apellidos. Uno refiere a la rubia que hacía de amante del malo y que, al final, resultaba que era un agente encubierto. A fin de cuentas, ya saben ustedes cómo funciona esto: la gente conoce más al portero de Aquí no hay quien viva que a Fernando Tejero, por ejemplo. Y así, un horizonte infinito. Con independencia de glamoures cosificados y poses de marketing, mientras que tu identidad no resuene por encima del anecdotario escénico, uno no abandera la condición de estrella. Esa posición de icono, de mito para el recuerdo, se gana en las calles y en los arrozales, sencillos o sofisticados, de lo popular. Al final, la gloria y el reconocimiento no te los otorgan los actos dirigidos a ello, ni una estrella en el Paseo de la fama. El reconocimiento popular comienza a brillar cuando apareces como artista invitado en la serie Friends o en los Simpson. Valga el ejemplo de ultramar. O cuando un grafitero, si prefieren Málaga, plasma tu imagen en el Soho con intenciones de eternidad, con aceptación popular e independientemente de las trabas administrativas que pueda esgrimir la Administración Local. Por otro lado, el celuloide no debiera apropiarse del concepto glamour. El glamour, señores, se consolida con independencia y mucho más allá de pasearse con las acreditaciones del festival por todos aquellos lugares donde no es necesario hacerlo, como cita con indubitada clarividencia el escritor José Antonio Sau. El glamour, en su más pura esencia, gusta de la fina elegancia que emana de la discreción y la no exposición. Al mismo tiempo que se inauguraba, a bombo y platillo, el Festival de cine de Málaga, en una esquina cercana al Puerto coincidían dos titanes de las letras que, de manera sencilla, entre chascarrillos y carcajadas inolvidables, pensamientos profundos, hondura lírica y versos como saetas, engalanaron la noche malagueña con una sencilla convocatoria entre amigos y a fin de presentar el libro Inacabable alabanza, del poeta Manuel Salinas. Acompañaba al autor, la más que notable presencia de Antonio Carvajal, premio nacional de Poesía, maestro de maestros e incuestionable referencia métrica. Dos personajes cuyo prestigio y valía artística están más que demostrados y a los que, sin embargo, les importa una higa el tema de las alfombras rojas mientras se pueda pasar la noche entre amigos, recitando y aplaudiendo versos, carcajeando y sosteniendo las viejas anécdotas, brindando por la amistad y haciendo corta la noche. Un acto silencioso y discreto, ajeno al bombardeo de los focos, sin pose, donde el vino es sólo vino y la gente sólo gente. Y mientras tanto, como les decía antes, a tan sólo un puñado de metros de distancia, Banderas, Marisol, Chiquito y Picasso se dejaban plasmar en las paredes del Soho como imágenes eternas de un reconocimiento popular espontáneo y sin tacha por parte del artista urbano TVBoy. Allí, en aquella pared, también estaba Rovira, Dani. Quizá, desde mi punto de vista, de manera prematura y algo cantosa en la comparativa, habida cuenta de la trascendencia y trayectoria de sus otros compañeros gráficos. En cualquier caso, la historia dirá. Ya se pronunciarán el tiempo y el reconocimiento ciudadano expresado a través de los años. Pero nunca tendrán la última palabra una acreditación al cuello ni una presencia, más o menos incidental y forzada, sobre una moqueta roja.