Desde que era una niña me parte el alma contemplar a seres humanos rebuscando en los cubos de basura, a veces con medio cuerpo en el interior. Paradójicamente, se estima que sólo en los países de la Unión Europea se desperdician anualmente del orden de casi cien millones de toneladas de alimentos, unos doscientos kilos per cápita, cifras sin duda escalofriantes que nos sitúan ante una realidad tan inasumible como evitable siempre que, por supuesto, existan firme voluntad política y profunda concienciación social. Tan deprimentes números contrastan, sin embargo, con la estratosférica estadística de mujeres y hombres que carecen de lo más mínimo para una supervivencia digna y que, aunque sea duro de admitir, habitan en el mismo planeta que los despilfarradores. Los países occidentales dilapidan casi la mitad de sus alimentos no porque no sean comestibles, sino porque, en muchas ocasiones, no presentan una imagen atractiva a ojos de los consumidores. Es urgente, pues, hacer un llamamiento al uso responsable de los recursos globales. Si nos tomamos en serio este reto, podremos provocar los cambios necesarios para convertir el acto de desperdiciar la comida en una costumbre socialmente inaceptable. El primer paso debe ser llenar el carro de la compra de forma adecuada, adquiriendo lo estrictamente necesario y no cayendo en manos del consumismo ciego. A renglón seguido, convendría limpiar los platos en su totalidad, sin dejar restos en perfecto estado que acaban en el cubo de la basura. Tirar nuestra comida a nivel doméstico equivale a arrancarla de la boca de los más necesitados a escala mundial. En los últimos años, han visto la luz informes denunciando que existen ciudadanos españoles víctimas de la crisis económica que pasan hambre en nuestro país. Mientras tanto, diversas organizaciones humanitarias constatan que es posible aumentar la disponibilidad alimenticia de los países subdesarrollados invirtiendo cantidades de dinero relativamente pequeñas para crear infraestructuras y asegurar que los productos no se pudran y lleguen a sus mesas en condiciones adecuadas. De hecho, en algunos territorios como el noruego introducen medidas muy curiosas consistentes en animar a las grandes compañías alimentarias a competir entre sí para aparecer a los ojos del mundo como «la que menos desperdicia». En este punto me viene a la mente la historia del joven Arash Derambarsh, que se hizo concejal para ayudar a la gente y en pocos meses logró un objetivo que muy pocos creían posible: que el Parlamento francés aprobara una ley que obligase a los supermercados a donar a instituciones de caridad los alimentos con fecha inminente de caducidad y convirtiera en ilegal la escandalosa práctica de estropear deliberadamente los excedentes para impedir su extracción de los contenedores por parte de personas hambrientas. Las citadas empresas contarían con un período limitado para identificar a las oenegés destinatarias de esa comida que antes procedían a malograr tan alegremente. Al parecer, el edil en cuestión conoció en primera persona lo que era pasar hambre coincidiendo con la época en la que cursaba sus estudios universitarios y, animado por su padecimiento del fenómeno en primera persona, lanzó una petición a través de internet cuya inmediata acogida se tradujo en más de doscientas mil firmas de adhesión. Plenamente convencido de lo escandaloso y absurdo que resultaba eliminar excedentes alimentarios mientras se multiplicaban los afectados por una ingesta insuficiente, se trazó como meta exportar su iniciativa a las Naciones Unidas y a diversos foros internacionales. Incluso él mismo se implicó, tanto en la recogida como en el reparto de comida a cientos de vecinos de su barriada, entre los que abundaban madres solteras, jubilados y trabajadores con salarios ínfimos, amén de indigentes y de asiduos a los albergues municipales. Ojalá en nuestros propios entornos imitemos estas iniciativas y entre todos demos carpetazo a este condenable hábito cuanto antes. Campañas tan valientes como la de Derambarsh son una muestra ejemplar de lo se puede lograr con cabeza y, sobre todo, con corazón.