La vida es una utopía personal desde sus inicios. En los primeros años no somos muy conscientes de ser, aunque el yo gana terreno de forma paulatina, hasta afirmarnos en una identidad que, pese a parecer nuestra, no nos pertenece. Al principio, las playas nos parecen inmensas, nos seducen las tardes hercúleas de la Misericordia y la tibia brisa de los primeros compases del verano, una novela que presagia amores cercanos, la cerveza acogedora y los camperos en el Valdi. Miramos con optimismo las rampas iniciáticas de la montaña que, sin ser conscientes de ello, estamos subiendo. Cuando estallan las primeras responsabilidades, impulsados todavía por esa memoria falaz de la infancia, nos consideramos inmortales, aunque un poco menos que antes, y las facturas y las dificultades para encontrar trabajo y los desengaños amorosos y los amigos, antes cercanos, que se alejan nos devuelven a la realidad y, mientras que en los ejércitos el tiempo perla de estrellas la chamarra de los generales, nosotros perdemos alegría y ganamos en escepticismo; entonces llegan la neurosis y más facturas, algunos besos y la literatura; es justo en ese momento cuando buscamos algo más que nos motive a vivir, si la propia vida no nos ha indicado ya el camino de la derrota, a veces provechoso siempre que no se trate de un estado permanente del alma. Acudimos a psicólogos, hacemos deporte para evitar que los kilos aniquilen nuestra autoestima, hay quien se refugia en el alcohol o las drogas y quien lo hace en el trabajo, una adicción necesaria desgraciadamente poco común en este rincón azul en el que tratamos de seguir respirando. Es entonces, cuando los años avanzan rápido, la hora de que empiecen a irse los primeros de los tuyos, esos que estaban siempre contigo. Justo en ese instante comprendes que no has entendido nada y que las cartas incontestadas que te envió tu infancia estaban cargadas de razones para haberlo comprendido todo antes, mucho antes. Ya sólo hallas paz en quien te da su palabra, sus libros, su mano o su amor, como dijo Juan Carlos Aragón, y de los grandes planes presagiados en los balcones de la adolescencia sólo quedan las brasas de un fuego que tal vez siga ardiendo, aunque ya sea incapaz de originar un gran incendio. Y siguen yéndose los tuyos, como si la mediana edad estuviera exenta de ataques patológicos, la gente tóxica sigue danzando alrededor, ahora miras la envidia y los pedestales desde la lejanía celeste de la asunción plena de tu personalidad, y empiezas a aspirar con más intensidad las bocanadas de aire, buscando exprimir el tiempo, que ya ha empezado a vencerte. No quieres claudicar, pero la rodilla derecha peina ya el albero de una plaza en la que no has triunfado como tú pensabas, sino que la existencia, ella, te ha colocado donde debías estar. Un juego de fugaces destellos nos engaña hasta que comprendes que lo importante es llegar, sumar años y hacerlo en la búsqueda permanente de la alegría, aunque las penas se encarguen de amargarte el sendero que desemboca en la muerte.