En una reseña de Mi lucha, de Hitler, publicada en 1940 -en plena II Guerra Mundial-, George Orwell analizaba la primera foto que se había hecho conocida del joven Hitler, en los tiempos del putsch de Munich, cuando aparecía con el uniforme de las 'camisas pardas' de las SA (que diez años más tarde él mismo haría eliminar a sangre y fuego). Vale la pena reproducir las palabras de Orwell porque están describiendo una clase de personajes cada vez más abundantes en estos tiempos nuestros de ofendiditos y de fanáticos: «El rostro de esa foto es el de un tipo patético con aspecto de perro apaleado, el rostro de un hombre que está sufriendo un agravio intolerable. Ignoramos cuál es la causa personal que ha llevado a esta persona a sentirse agraviada por el universo entero, pero lo indudable es que el agravio es real. Ese hombre es un mártir, una víctima, un Prometeo encadenado a la roca, un héroe dispuesto a sacrificarse y que lucha en solitario contra un enemigo muy superior. Si tuviera que matar un ratón, nos haría creer que estaba matando a un dragón. Al verlo, uno siente que ese hombre está luchando contra el destino, al que no podrá derrotar, aunque desde luego se merecería derrotarlo. El atractivo que tiene un personaje así es enorme, y la mitad de películas que se hacen hoy en día están protagonizadas por personajes así».

Estas palabras tienen casi ochenta años, pero parecen estar describiendo a muchos de nuestros contemporáneos. Esa mezcla tóxica de victimismo, narcisismo y lucha heroica (aunque sólo se trate de matar un ratón al que se hace pasar por un dragón que echa fuego por la boca); ese rostro de perro apaleado que implora compasión; esa visión de alguien que se sacrificará -y sobre todo, hará cualquier cosa por sacrificar a los demás- con tal de imponer sus ideas al mundo; esa especie de convencimiento en que uno está predestinado a convertirse en un héroe -signifique lo que signifique ser un héroe- porque lleva sobre sí la carga intolerable de un agravio inhumano: basta mirar a nuestro alrededor, basta leer entrevistas, consultar Twitter, leer declaraciones de tal o cual personaje, y enseguida podemos comprobar que esos rasgos psicológicos (que son los rasgos psicológicos de un fanático) se han encarnado en nuestra época.

Basta pensar en ese terrorista australiano de extrema derecha que grabó un vídeo de su masacre en una mezquita de Nueva Zelanda y que lo retransmitió en directo por su cuenta de Facebook. Antes de cometer el atentado, ese hombre publicó en las redes un manifiesto de 74 páginas en el que se definía como «un blanco normal de clase obrera proveniente de una familia con bajos ingresos». Por supuesto, ese hombre -o lo que sea- decía luchar a favor de los blancos que eran expulsados de su sociedad por los inmigrantes que se reproducían sin parar. Y además, reconocía a Anders Breivik, el ultraderechista noruego que cometió la matanza de la isla de Utoya (con 77 muertos). Este terrorista y sus cómplices dejaron 49 muertos y otros tantos heridos, que quizá habrían sido muchos más si hubieran podido llevar a cabo todos sus planes.

Sí, ya sé que siempre ha habido fanáticos -el siglo XX fue el siglo de los fanáticos-, pero nunca habían tenido tantos medios a su favor para cultivar su victimismo y su obtuso narcisismo como están teniendo ahora. En España, por ejemplo, varias cadenas de televisión han emitido el vídeo de este tipo repugnante (en realidad el lenguaje humano no tiene palabras para describirlo). Yo no sé si se dan cuenta de ello, pero las cadenas que reproducen ese vídeo están siendo cómplices de ese asesino monstruoso. De hecho, eso es justamente lo que quería. De hecho, esa clase de megalomanía narcisista, combinada con el victimismo diabólico que nos hace creer moralmente superiores por el mero hecho de haber sufrido una humillación -casi siempre imaginaria- es lo que ha llevado a este tipo a cometer sus crímenes, igual que llevó a Hitler en su día a elaborar un programa sistemático de exterminio de sus enemigos. Si un narcisista enfermizo como este hombre hace lo que hace, lo más razonable sería no difundir su supuesta hazaña -para él, lo era-, sino mantenerla oculta y no otorgarle ninguna importancia. Pero lo extraño de nuestra época es que, justo cuando pretendemos combatir una idea o un gesto que no nos gustan, lo hacemos de forma tan torpe y tan postiza y tan hueca que al final parecemos estar contribuyendo a apoyarla.

Los que vivimos el final del franquismo creíamos que ya no íbamos a ver más fanáticos ni más profesionales del odio (aunque olvidábamos que muchos de nosotros, en aquella época, también éramos fanáticos y profesionales del odio); pues bien, está visto que estábamos equivocados. Los fanáticos han vuelto. Y por desgracia gozan de una envidiable salud.