Imaginen por un momento su cuadro favorito. Puede ser del pintor que quieran, de la época que deseen. Ustedes conocen la vida del autor, el momento vital en que se enfrentó al lienzo, el instante histórico que rodeó su obra. Cierren los ojos, recréenlo, fíjense en cada detalle, en cada brochazo, y así, como el que no quiere la cosa, entrarán de lleno en la pintura en cuestión. Esa es la sensación que tienes si asistes a la exposición multimedia de Van Gogh que estos días te espera en el malagueño Paseo de la Farola.

Es una experiencia sensorial que te evade de la preocupación diaria. Entras en la carpa oscura y lo horrible, lo dañino, lo penoso y el propio tiempo, se quedan fuera. Solitario duelo a flor de piel entre tú y el arte. Nada más. Tonos pastel, trazos gruesos, postimpresionismo por doquier, música ad hoc, citas del autor holandés que trufan y guían el viaje, y, sobre todo, por encima de todo, el disfrute de bucear por la acuarela de un maestro. De la oscuridad surge una danza de dibujos y bocetos, momentos que reconcilian la locura con el control, la alegría y la tristeza, lo sobrio con lo abigarrado. Autorretratos, paisajes, instantes.

La fría y mediana estancia se ilumina y se expande como una cálida fantasía. Empieza poco a poco, como un zumbido lejano, y, para cuando quieres darte cuenta, estás en el epicentro de una atronadora sinfónica que suena a cielo estrellado, a praderas otoñales, a un café de París, a cipreses cimbreantes. Te ves atrapado, engullido por amarillentos girasoles como le ocurriera al profeta Jonás con la ballena, pero la diferencia es que tu huida a Tarsis es, en realidad, una búsqueda de la catarsis.

Pocas veces puede uno participar en una coreografía pictórica por el legado de un artista. Da igual que Vincent no sea tu primera opción, la magia de la visita bien merece el descubrimiento de su universo personal. Es lo más parecido que conozco a recorrer un acuario. Cruzas ese embovedado de plástico, avanzas por el pasillo transparente y la vida marina te acaricia por los 360 grados.

Es una cuestión de actitud, como presenciar un número de ilusionismo. Sabes que no es real, que tiene truco, y puedes adoptar dos posturas: ir a pillar la artimaña, o confiar y dejarte llevar, abandonarte a la sorpresa. Si permites que Van Gogh te atrape, la instalación hará el resto. Aparta tus prejuicios, acalla tu suspicacia, olvida tu cautela, y predisponte a creer, a disfrutar, a sentir.

Visitar la exposición también es navegar por los estertores del S.XIX a través de los ojos de un pintor tan magistral como atormentado. Denominadores comunes de aquellos elegidos para penar una vida incomoda con la realidad, de los que buscan continuamente la belleza entre lo anodino, un ejercicio tan necesario y extenuante que les sume en un caos de creación y supervivencia. Supongo que si dedicas tu vida al arte de explorar y plasmar lo que otros ni siquiera sueñan, mientras la gris y machacona cotidianidad te patea insistentemente, acabas por rendirte a lo vital y dejas vencer el equilibrio a favor de lo que te hace diferente. Tu inmortal genialidad.

Pero no todo es etéreo. La tridimensionalidad envolvente de la exposición tiene un punto de fuga. Unas enormes pantallas que se funden a negro, intercaladas en la paleta arcoíris, y en las que puedes leer pensamientos del célebre pintor neerlandés. Frases y claves que resumen su paso por este mundo, que marcan el ritmo de las proyecciones y ayudan a comprender su peregrinar: La mejor manera de conocer la vida, es amando varias cosas. El deber de un pintor es tratar de poner una idea dentro de su trabajo. Al final, tendremos suficiente cinismo y disparate, y querremos vivir de una forma más musical. ¿No es verdad que decir bien una cosa es tan interesante como pintarla?

Volví a casa dándole vueltas a esas máximas, masticando las pinceladas de su biografía, y descubrí que la ropa me olía a pintura. Tenía la manga de la camisa manchada de pigmentos ocres, azules, rojos y algo de esmeralda. Debo haberme rozado con La habitación de Arlés.