No tienen bastante con cerrarnos las librerías. También van a cerrarnos los bares. Cierra Doña Mariquita, en el Centro de Málaga, en la plaza Uncibay. Llevaba abierta desde el año 42, así que sus paredes y su amplia terraza vieron la encanallada posguerra malagueña, plena de hambre y fusilamientos, camisas azules y revanchas. Vieron los años cincuenta, los pantalones de campana de los sesenta, el abandono posterior del Centro, su ruina y degradación en los ochenta-noventa. Vio el resurgir, la ciudad de los museos y ve ahora a los clientes con maletas con ruedas que toman sus tostadas hablando exóticos idiomas antes de ingresarse en un apartamento turístico. Durante unos cuantos años desayuné en el Mariquita. Con tanta y tanta gente. En doña Mariquita, sobre todo por las mañanas, había unas cuantas tertulias fijas. Una colmena a lo malaguita. La de señoras mayores, con sus descafeinados y su ruido, mucho mover las mesas. El Senado, las llamaba yo. Había un encuentro de modistas, una mesa de las gentes del Festival de Cine. Otra de abogados. Allí se aposentaba también la tertulia de Luis Reina, a la que asistían cofrades, políticos, poetas, comerciantes, amigos. Los de La Opinión íbamos mucho allí. A algunos les seducía la tempranidad, con los periódicos, el cigarrillo y el café. A otros el sombrita de media mañana o el cortado algo golfo de las ocho de la tarde. No eran pocos los que preferían las cervezas, al fresco, cuando los afanes del día están cumplidos y la noche es una tentadora promesa. Sobre todo si se rebasa la tercera caña.

En una mesa del Doña Mariquita he recibido malas noticias y noticias buenísimas, he escrito columnas, he pensado en por qué los aviones no se caen o en cómo sería ser paloma. He dado limosna. Perpetré versos, conocí gente, esquivé a otras. En una mesa del Doña Mariquita pintábamos a veces la portada del periódico del día siguiente o leíamos teletipos que nos bajábamos impresos por ver de probar el arte de valorar una noticia fuera de la redacción. Cerré tratos, contraté gente para presentar programas, leí libros y periódicos, combatí resacas, saboreé coca colas, me confesé con amigos y compañeros. En el Doña Mariquita llegabas y te sentabas solo y la mesa podía ir llenándose de conocidos con los que no te hacía falta quedar. Una pena su cierre.

Su propietario, Fernando Villén anda algo delicado del corazón, y aunque se recuperará pronto, desea tranquilidad. Pero antes, de chapar, fiel a su bonhomía, su sueño es dejar colocados a todos sus trabajadores. A Pepe, por ejemplo, con esos monólogos a lo Chiquito mientras llevaba con arte la bandeja llena de vasos, siempre alegre, dando lecciones vitales. Algo se muere en la ciudad y en Uncibay, suelo testigo de tantos pasos míos a destinos inciertos o a la rutina nuestra de cada día, dánosla hoy. Un pitufo a la catalana y un mitad doble, amigos. Todo acaba. Todo es fugaz. Las huellas, y cicatrices de nuestro pasado se reparten por toda la ciudad. «Ahí estuvo el Mariquita», habrá que acostumbrarse a decir». Hasta que ya nadie nunca lo diga ni lo recuerde.