Leo la demolición de Villa Maya, la que fue residencia del cónsul Porfirio Smerdou en El Limonar y en la que buscaron refugio 580 malagueños de ambos bandos durante la Guerra Civil. Una casa mata de tantas, un chalecito de los que ya no van quedando, y me tengo que acordar de las historias que en mi familia se han contado de la Guerra Civil, en las que los sótanos de las casas de Ciudad Jardín, sin más protección diplomática que la nobleza de las gentes buenas, unos días albergaban monjas, otros sindicalistas y, al revoltillo, anarquistas, propietarios y masones: lo que tocara en el copo de la barbarie.

Me consuela pensar que, junto al recordatorio de las víctimas de la Guerra Civil, hay una historia de tantas Villas Mayas, en las que la gente común se la jugaba por dar cuartel a un vecino y, a veces, a un desconocido; heroísmo de verdad, no de sofá y red social.

Y pienso que esa Málaga conciliada sigue ahí, conmigo en ella, por mucho que a veces nos deje sordos el ruido de quienes buscan el enfrentamiento. La necesidad brutal de infantilizar al ciudadano hasta convertirlo en un mero votante exige avivar enemigos públicos todos los días.

Decía Carl Schmitt: «La guerra, como el medio político más extremo, revela la posibilidad que subyace a toda idea política, a saber, la distinción de amigo y enemigo». No tengo motivos para tener enemigos, y desde luego, ninguna gana de guerra, ni siquiera de las que se juegan en casa tecleando fuerte; tampoco tengo vocación de ser un héroe, poniendo el pecho para parar un trozo del argumentario del día lanzado por el partido de turno. Quiero que se baje el tono y que salgan al sol las ideas, y ya me encargaré yo sólo de abrirles la puerta sin necesidad de que me las den en papilla.