En 1920, o sea cuando la revolución soviética tenía tres años, Lenin escribió un opúsculo que tituló "La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo", en el que arremetía contra los que exigían más radicalismo. Lo leí hace muchos años, no lo recuerdo con detalle y debe haber perdido todo interés porque la revolución de 1917, tras engendrar uno de los peores totalitarismos del siglo XX y acreditarse como un gran fracaso económico y social, fue enterrada -con muy pocos honores- en 1989.

Sin embargo, me he acordado a menudo del título del libro cuando constato que el maximalismo se convierte en la enfermedad que lleva a la ruina, o como mínimo a un final no deseado, a muchos movimientos políticos y gobernantes. Hay en nuestro mundo occidental un maximalismo "light", muchas veces anclado en el nacionalismo disfrazado de patriotismo, que es un factor perturbador del orden internacional y de la convivencia social.

El "America First" de Trump es una amenaza para la economía mundial y un factor de gran división en la sociedad americana. Theresa May dijo aquello tan simple de "Brexit is Brexit", basado en la idea maximalista de recuperar la plena soberanía nacional británica, y que tres años después del referéndum tiene paralizada a Gran Bretaña, que -cuando faltaba una semana para la fecha fijada para el Brexit- ha tenido que pedir una prórroga porque no sabe cómo se come eso que parecía tan fácil. Los partidarios del Brexit duro (maximalistas) dicen que el Brexit blando (del que no abdica la primera ministra, que quiere ser fiel al 51,9% de los votos del referéndum) no es un Brexit auténtico. Y la crisis británica afecta a toda la Unión Europea y ocupa tanto tiempo a Bruselas y a los jefes de gobierno que es un obstáculo a la hora de abordar los otros problemas serios de la UE. Que no son pocos.

Pero pese a lo que pasa en Gran Bretaña hay todavía líderes de opinión catalanes que creen que la única solución para resolver el conflicto es un referéndum de autodeterminación. Nos contamos -dicen- y todo solucionado. Sin prestar atención a Gran Bretaña ni a Escocia ni a que todas las encuestas indican que Cataluña se partiría en dos mitades prácticamente iguales. Creen que con un hipotético 51% en un hipotético referéndum -difícil de realizar porque no encaja en la Constitución y tiene en contra a los dos grandes partidos españoles- el asunto quedaría arreglado. Es un maximalismo complicado de entender.

Pero más increíble es que el gobierno catalán del president Torra, que sólo tiene el apoyo del 47% de la población, ponga como premisa para toda negociación que se aborde le celebración de un referéndum de autodeterminación. Y más maximalista es que Quim Torra -presidente legal y representante del Estado en Cataluña- hable a veces como el líder de una sublevación moral contra el régimen del 78 y como portavoz del que se vende como presidente legítimo de Cataluña, que está exilado en Waterloo.

La deriva maximalista empezó cuando Artur Mas, líder de un partido nacionalista y discutible pero pragmático, que pretendía aumentar el autogobierno, decidió convertir a CDC en un partido independentista y cuando, pese a perder doce diputados en las elecciones siguientes -en las que pedía una mayoría no absoluta sino excepcional-, decidió seguir adelante aliándose con ERC, a la que radicalizó al quererse apropiar de su programa. Luego el maximalismo ha llevado a la antigua CDC -y a todo el independentismo- a fracasos tan definitivos como la declaración unilateral de independencia del 27 de octubre del 2017, que fue abortada por el 155 de Rajoy pocas horas después de proclamarse y que es el origen del juicio en el Supremo en el que a nueve dirigentes separatistas -que han cambiado el despacho oficial por la prisión- se les piden severas penas de cárcel al estar acusados de rebelión.

Pero el maximalismo sigue haciendo estragos. La división social es el más grave, hasta el punto de que, pese a que el secesionismo -reunido pero no unido- obtuvo el 47% del voto en las elecciones del 2017, el primer partido catalán fue Cs -propulsado por la rebelión contra el separatismo-, que logró el 25,5% de los votos. Ahora, confundiendo su 47% con todos los catalanes, el president Torra se ha negado a los requerimientos de la Junta Electoral Central (JEC) de retirar de los edificios oficiales las banderas esteladas y los lazos amarillos contra la situación de los presos que son claros símbolos partidarios. Más todavía cuando varios presos encabezan las listas de las candidaturas de Puigdemont en Barcelona, Lleida y Tarragona.

Torra se negó reiteradamente a obedecer a la JEC, luego dijo que acataría el dictamen del Defensor del Pueblo catalán que aconsejó retirar los lazos. Entonces -el jueves- sustituyó los lazos amarillos por lazos blancos, y con los mismos textos. Afirmaba que defendería la libertad de expresión "hasta el final" y que no tenía que obedecer a una institución española como la JEC. Todo, al mismo tiempo que los partidos independentistas se presentaban a unas elecciones legislativas que se rigen por la ley electoral que es la que da las facultades que no se reconocen a la Junta Electoral.

Al final la JEC dio parte a la Fiscalía del posible delito de desobediencia de Torra y ordenó a los Mossos, la policía catalana, que retirara los lazos antes de las quince horas del viernes. El ridículo de tener que ver a la policía catalana retirando los lazos de las consellerias y de la Generalitat sublevó al propio gobierno de Torra -la Conselleria de Economía en manos de ERC retiró el lazo a primera hora de la mañana- y al final Torra ha tenido que ceder. El maximalismo ha acabado acarreando un ridículo estrepitoso al presidente de la Generalitat.

La autonomía catalana no ha salido nada beneficiada de toda esta radicalización. La realidad es que ningún dirigente catalán -contrariamente a lo que les pasaba a los presidentes Pujol y Maragall- es recibido en Bruselas desde hace años y ningún dirigente internacional de cierto relieve visita Cataluña. Y el maximalismo se convierte además con rapidez en exclusivismo y amiguismo sin freno. La actitud de Puigdemont con el partido que le hizo presidente sin haberse presentado a las elecciones es más propia de latitudes latinoamericanas que europeas. Aparte de que ha eliminado a los diputados más veteranos y cualificados del PDeCAT en Madrid -Carles Campuzano y Jordi Xuclà-, en la circunscripción de Girona el primero de la lista del Congreso es su abogado Jaime Alonso-Cuevillas y el primero para el Senado, su íntimo amigo, que le ha acompañado en el exilio, José María Matamala.

Además, el maximalismo se contagia. Por eso Pablo Casado presenta como primera por Barcelona a Cayetana Álvarez de Toledo, sin ninguna vinculación con Cataluña y muy crítica con la política de Rajoy. Rajoy cometió fallos -abundantes- y debe ser criticado, pero es extraño que los más contrarios a su política -como Cayetana Álvarez de Toledo- sean los primeros fichajes del nuevo líder del PP. No parece que sea la mejor estrategia para ganar las elecciones sino una incitación al voto a otros partidos más maximalistas. ¿Por qué prefiere Casado a Álvarez de Toledo que a Enric Millo, que como delegado del Gobierno en Cataluña se partió la cara con el 155? También por maximalismo.