En tiempos de Pericles, todo ateniense debía proclamar bajo juramento que legaría una ciudad mejor y más bella que la que a él le había sido trasmitida. Esa era la condición necesaria para adquirir la condición de ciudadano: la de comprometerse con los ideales que caracterizaban a la polis, implicándose en la defensa de sus deberes cívicos. En lo que a nosotros respecta, todavía hoy nos enorgullece creernos hijos de Grecia, pero hemos traicionado su legado. Hemos exiliado la belleza.

Decía Albert Camus que, para los griegos, los valores eran anteriores a toda acción, y marcaban, precisamente, sus límites. Nosotros, en cambio, «hemos puesto el impulso de la voluntad en el centro de la razón, que se ha vuelto asesina». Construimos complejos argumentarios para justificar la demolición de unos ideales que pretendidamente defendemos. Procedemos a destruir la ciudad en nombre de su progreso; hemos enviado a Helena al destierro. Acomodamos la razón jurídica al servicio de causas ajenas al interés común y sacrificamos la belleza en el altar del interés privado. Por cierto que la belleza no es solo aquello que complace a la vista y al oído; también lo que complace al espíritu. Belleza en estado puro es, por ejemplo, lo que representaba Villa Maya: cientos de personas salvadas de sus verdugos, con independencia de sus creencias. Un símbolo de cuya protección las administraciones se han desentendido.

Otro de los grandes conceptos, el de maldad, ha sido reformulado más recientemente: basta con que los servidores públicos se limiten a la aplicación acrítica de las normas existentes, alegando desconocimiento. Nos lo enseñó Hannah Arendt: el mal puede adoptar formas terriblemente banales.