¿De quién es la ciudad? Hace años que me lo pregunto cuando a diario la respiro con la mirada, la interrogo igual que a un lienzo, y al habitarla a pie, al contrario de la moda de recorrerla motorizado. Las ciudades se caminan sin prisas, con ojos curiosos, a la deriva o cazadores, escuchándolas, preguntándoles y, en el caso de Málaga, queriéndolas como un viajero que terminó enamorándose cuando iba de paso. Quizás por el hechizo de la luz, la predisposición a hacer amistad con los presagios de sus vientos, por la vocación a conversar con el mar como cultura y como paisaje. Y porque me gustan aquellas en las que se puede vivir y soñar a escala humana. Esas en las que esa identidad presupone la identidad de un lugar con su personal riqueza visual y estética, cultural y económica, que las distingue de las demás y privilegia la ciudad como un sentimiento, una filosofía y una conciencia. Tres pilares imprescindibles para disfrutar y reinventar la vida cotidiana de su urbanismo y de su paisaje, lo mismo que para la autoestima de pertenencia. La ciudad como identidad frente a la ciudad producto en la que se están convirtiendo. De ahí que continúe preguntándome ¿de quién es la ciudad?

Ya no es de la gente que la anida y la reconstruye; que escucha la voz baja de su historia; las relaciones entre los elementos del pasado con vivencias del presente; y participa de sus cortocircuitos, de sus procesos mentales, de su poética como lienzo cubista de la mirada. La ciudad de hoy desprecia a los suyos y se decanta por ser una ciudad exclusivamente de turistas. Peor aún del capitalismo que la comercializa y la diseña como marca, sin aura, sin ritmo vital, sin plenitud sensorial, desintegrando su memoria, estandarizando a los habitantes y sus vidas. Una ciudad alienada por la globalización, y que ejerce de Saturno con sus hijos. Dóciles en su mayoría frente al silencio de sus urbanistas -sólo unos pocos esgrimen su criterio-, y sin apenas reivindicar El derecho a la ciudad sobre el que filosofó Henri Lefebvre en 1968, visionario de la triste metamorfosis. Una imprescindible lectura, igual que la de Ciudad Princesa, de Marina Garcés, o Construir y habitar, de Richard Sennet, para entender a éste último sociólogo que esta semana ha denunciado en Kosmopolis, celebrado en Barcelona, que el capitalismo global está construyendo la misma ciudad en todo el mundo. Un espejismo con eco sin cabida en la célebre bitácora de las ciudades invisibles de Ítalo Calvino. Él, al igual que yo, prefería aquellos lugares con alma y caligrafía poética en el trazo laberíntico de sus calles, con centros históricos en los que la originalidad de sus comercios y oficinas no fuesen suprimidos por franquicias que transforman su fisonomía, convirtiendo en anónimo lo que antes era para el viajero el encuentro con un pasado suyo que no sabía que tenía, la extrañeza de lo que no era o lo que le esperaba al paso en los lugares extraños y no poseídos.

Nuestra cultura y sensibilidad menguan entre la indolencia, el exceso de información manipulada, el fenómeno de adolescencia lectora de la gente a causa de la derrota de la ciudad letrada a manos del populismo, y la banalidad propiciadas por internet -Martín Rodríguez-Gaona lo explora de lo social a la poesía de los nativos digitales en el Premio Málaga de ensayo, La lira de las masas- . También por la trampa con la que los políticos peatonalizan las ciudades con el discurso de que si son transitables a pie son ciudades más amables y acogedoras, cuando en realidad su expansión busca crear una mayor clientela para restaurantes y franquicias. Igual que cuando su discurso destruye las tradiciones, los hábitos, los valores y presencia del paisaje con profunda identidad colectiva cultural, a favor del destello de una iconografía artificial de futuro. Es el caso del rascacielos del puerto de Málaga, que de nuevo vuelve a la actualidad porque con desparpajo y falta de respeto a la ciudadanía, la nueva autoridad portuaria defiende la altura del rascacielos a erigir similar a la de los cruceros que atracan en su nuevo territorio. El puerto como solar para franquicias de renombre o centros comerciales abiertos al vecino y a los visitantes.

Lo más extraño es que, al margen del fracaso de la noria que todas las capitales quieren tener -desde la novedad de la London Eye de 135 metros- nadie explica con argumentos solventes, que no de autoridad, qué razones avalan el sorprendente hecho de que los políticos se hayan puesto de acuerdo rápidamente, sin fisuras de duda y tan enrocados en su poder, cuando lo habitual es el recelo y la pugna. Tampoco explican que, según la documentación enviada por el Puerto a Urbanismo, el rascacielos tendría un consumo estimado de casi 60 millones de litros de agua al año (casi 60.000 metros cúbicos) por lo que pagaría una factura anual de 127.000 euros al Ayuntamiento de Málaga, ni que otro informe de viabilidad eleva a unos 970 millones lo que el concesionario obtendría por la renta de los espacios comerciales y el establecimiento en un periodo de 50 años. Imagino que de este tema, actualmente en período de alegaciones públicas, se habló en el reciente Consejo de Europa celebrado en Sevilla para la implementación de la Convención Europea del Paisaje. Su leitmotiv, como contó ayer espléndidamente el maestro Rafael de la Fuente, ha sido el Agua, paisaje y ciudadanía ante el Cambio Global. Tres asuntos vitales abarcados por los especialistas en problemas medioambientales y en la protección del paisaje, entre los que estuvieron el profesor Matías Mérida, que, al igual que los asesores de la UNESCO, han argumentado sobre el impacto irreversible de la construcción y su escasa contribución al disfrute público de su oferta.

La ciudad ha dejado de pertenecernos. Mi barrio, al igual que otros, ha sido tomado por las viviendas turísticas. Nuestro alcalde, al contrario que Manuela Carmena en Madrid -exigiéndoles a las viviendas turísticas acceso privado y no compartido con las comunidades-, le carga el problema a Pedro Sánchez y a los vecinos, generalmente en manos de administradores de fincas pendientes sólo de lo suyo. Mientras, el supermercado del barrio se colapsa los fines de semana de turistas, sin que el auge de ganancias de la empresa fomente mayor empleo. Igual que el éxtasis de visitantes de Málaga ha propiciado la subida de precios en la hostelería, sin que disminuya la precariedad laboral.

Todo por el turismo y a costa de los ciudadanos desplazados del centro histórico e incluso de los barrios hacia la periferia de la periferia. El éxodo de quiénes pagan impuestos por la mejor calidad de vida de un entorno que disfrutan los que llegan y se marchan, y aquellos que con el boom se embolsan sustanciosas rentas, muchas de ellas en negro y otras tantas legales, sin que les importe que a sus vecinos los expulsen. Mejor, más campo de mercado, mayores dividendos bajo la bandera de la modernidad y de la economía, sin qué tengamos claro tampoco de la economía de quién. Sucede en todas partes, no sólo en Málaga donde, menos Izquierda Unida y Málaga Ahora, el resto de políticas insisten en vendernos una ciudad con la fulgurante imagen de una ciudad de ensueño rubio, con labios de neón rojo, erguida sobre tacones de aguja, un mediterráneo Martini, seduciendo a un millonario con paraíso corriente y vocación de mecenazgo de modernidad.

No me creo esa tentación Monroe, ni quiero que Málaga sea Chicago, O Dubái. Prefiero seguir encontrándome con los arcanos a pie de calle del elegante gitano, la vendedora de flores, el comerciante de sombreros o la malabarista callejera o a los que la fotógrafo Pepa Babot les ha descubierto la magia que llevan dentro, convirtiéndolos en El Emperador, La Templanza, el Hierofante y La Rueda de la Fortuna, en la original y bella exposición Tarot en Apertura hasta el 20 de mayo. Rostros anónimos a los que descifrarles una trama, un espíritu, un significado de la ciudad humana, cuyo destino sea el placer de convivirla sin que La Torre nos presagie el derrumbe de la identidad y de los cimientos de nuestro mundo.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es