Al final me acostumbraré, supongo, pero todavía se me hace raro ver la ciudad plagada de patinetes eléctricos esparcidos sin dueño ni criterio por las calles. Además, me parecen muchos los que veo quietos para los pocos que se ven rodando. Uno va caminando y de pronto tropieza con un racimo metálico de patinetes amontonados, todos verdes, parecidos, pero distinguibles. Otras veces se ven algunos más solitarios, en algún lugar inesperado, tirados por el viento o su último usuario, y como no son de nadie así se quedan hasta que a alguien se le ocurre montar uno o ponerlo al menos derecho. También están los que directamente molestan impidiendo el acceso a algún lugar o incomodando el paso en alguna calle estrecha. Es una lástima que cuando no existe norma siempre rijan las prisas.

Será que la gracia de este emergente servicio es a la vez su problema: uno lo encuentra en cualquier sitio y luego lo puede dejar donde quiera y eso, claro, favorece el uso improvisado, pero a la vez promueve y propaga el desorden. Y con ello las quejas de los vecinos y la opinión en contra, que será seguramente mayor cuando se sumen a la flota de patinetes tirados bandadas de turistas montados. La cosa promete.

Es algo frecuente, en cualquier caso. Todo lo nuevo presenta al principio unas ventajas que muchas veces acaban siendo su propio inconveniente. No hay más que pensar en aquellos partidos políticos, por ejemplo, que hace unos años nacieron anunciando querer renovarlo todo y con esa misma inercia han acabado renovando su discurso hasta volverlo irreconocible. Lo mismo le sucederá a VOX tarde o temprano, que empeñado en abrir debates ridículos acabará por mostrar su ridículo en cada debate. Pero es que no es fácil anticipar que lo mismo que de pronto te trajo el éxito puede traerte también el fracaso de repente.