En su ya lejano El poder de los sin poder, el ensayista y político checo Václav Havel desvelaba los resortes ocultos de las sociedades totalitarias. Havel pensaba en el comunismo, pero su lectura tiene vigencia fuera del marco estricto de la izquierda. Las ideologías doctrinarias pretenden cohesionar a las sociedades bajo el ropaje de una verdad fuerte y unívoca, que no admite discusión ni por supuesto acepta de buen grado ese precio de la libertad que es el pluralismo. Dichos sistemas de pensamiento totalitarios, arguye Havel, aprisionan al individuo con el disfraz de la hipocresía: «El poder es prisionero de sus propias mentiras y, por tanto, tiene que estar diciendo continuamente falsedades. Falsedades sobre el pasado. Falsedades sobre el presente y sobre el futuro. Falsifica los datos estadísticos. Da a entender que no existe un aparato policíaco omnipotente y capaz de todo. Miente cuando dice que respeta los derechos humanos. Miente cuando dice que no persigue a nadie. Miente cuando dice que no tiene miedo. Miente cuando dice que no miente». El poder de la falsedad es enorme, no porque exija un asentimiento interior, sino porque reclama como suyo el espacio público. Dicho de otro modo, el ciudadano no se ve obligado a creer necesariamente en la mentira -aunque seguramente muchos lo harán-, pero sí a vivir en ella.

Para Havel, una de las claves de las ideologías antidemocráticas reside en esta continua ocupación del espacio público, revestida con la apariencia del bien. Lo importante ni siquiera es el mensaje concreto que se quiera imponer, sino la creación de una atmósfera determinada, de una sensibilidad compartida que él denomina el panorama cotidiano del pueblo. Un «panorama que, a su vez, tiene su significado oculto: recuerda al individuo dónde vive y qué es lo que se espera de él, le indica lo que también él tiene que hacer si no quiere ser eliminado, caer en el aislamiento, «separarse de la sociedad», violar «las reglas del juego» y arriesgar, en consecuencia, perder su «tranquilidad» y su «seguridad»».

Desde esta perspectiva, la extraña provocación de Torra -al reivindicar que la exhibición de lazos amarillos en los edificios públicos de Cataluña constituye un acto de libertad de expresión- ataca en su línea de flotación la arquitectura misma de la democracia. Nada hay, efectivamente, de democrático en el uso masivo de las instituciones al servicio de una ideología. Su objetivo, al contrario, no es sino construir aquel panorama cotidiano del que alertaba Havel y que nos impone, casi por ósmosis, la sustancia de un credo que debemos asumir si no queremos caer en el lado equivocado de la Historia. En los colegios y en los ayuntamientos, en las consellerias y en los centros de salud, el lazo amarillo nos recuerda quiénes son los buenos y quiénes los malos, dónde está el bien y dónde el mal. La construcción de las emociones empieza en la simbología. La construcción ideológica también.

Por eso mismo, la democracia liberal se sabe laica. No en contra de la religión, sino a favor de la neutralidad. No en contra de religiones secularizadas -como el nacionalismo y el marxismo-, sino a favor del pluralismo social y de las minorías. Y todo ello exige, por supuesto, un principio político que el gran Aristóteles conocía muy bien: las personas, los pueblos y la polis se reconocen en el fundamento de la amistad -los hombres somos iguales y nos tratamos como tales- y no en el del enfrentamiento. Algo que, por desgracia, todos parecemos haber olvidado.