Pese a que los delitos que se les imputan todavía son difusos después de 24 jornadas de testimonios, el juicio del Supremo va mal para quienes se sientan en el banquillo. Tanto que sus abogados construyen, con reiteradas protestas por la imposibilidad de confrontar las declaraciones que se escuchan con los vídeos que se visionarán en la fase documental, lo que el presidente del tribunal, Manuel Marchena, denomina «un juicio paralelo por escrito». Las defensas quieren disipar de inmediato con imágenes el posible perjuicio de las palabras que dibujan hechos en los que los soberanistas no resultan ser la gente de paz que pretenden. Sobre la negativa de la sala, los letrados levantan todo un cuestionamiento de la vista oral. Es la venda antes de la herida de la sentencia, que sólo viene a ratificar el deficiente desempeño de su cometido por parte de algunos de ellos. Con algo del resentimiento propio de quien se ha visto excluido de una causa de tanta trascendencia, Gonzalo Boye, asesor legal de Puigdemont y de los exconsejeros con él huidos, certifica que «el juicio no va bien». Boye, quien se hizo abogado mientras cumplía condena por el secuestro del empresario Emiliano Revilla, critica lo que denomina «polifonía» de las defensas de los líderes de la intentona secesionista y denigra las estrategias de los abogados empeñados en enredarse en los hechos. Sostiene que sólo cabe trabajar en el «posjuicio» e internacionalizar la causa en las instancias europeas. Apuntala su criterio con el hecho de que, en esa esfera, Alemania ya prejuzgó a Puigdemont al negarse a entregarlo por los delitos de los que se le acusa en España. Incidentes como la inexplicable espantada del ministro Borrell ante un periodista alemán, que confunde ser inquisitivo con actuar como inquisidor, alimentan la vía de Boye. Hay una Europa altanera en sus juicios sobre España, una supremacía visible en quienes, aunque su oficio consiste en eso, renuncian a todo afán de entender lo que aquí sucede. Y ello a despecho de su propia historia torturada y de que, a estas alturas, todavía resulta inexplicable que desde las colinas de la sublime Weimar se vean las chimeneas del campo de exterminio de Buchenwald.