A la madurez Banderas. No hablo de política. Es de cine de lo que quiero contarles una lección interpretativa, un relato del yo a través de los otros, y una forma de narrar la desnudez del alma en un cuento color rojo. Es lo que encontrarán en Dolor y Gloria, la última película de Pedro Almodóvar que emerge del útero de agua de una piscina con el rostro escénico, contenido, proteico de Antonio Banderas transmitiendo en la líquida mirada de un instante la espeleología del espíritu de un hombre que renace. La identidad liberada de un túnel en cuyo gesto caben todos los mundos de la vida. No es fácil darle tensión y templanza a ese plano sostenido por el actor que muestra que domina del todo su naturaleza expresiva -limpia de tics personales y de imposturas truco de quien tiene tablas- y por la escritura de la imagen con la que el director hipnotiza al espectador de inicio en la historia que desovilla en la pantalla. Sabe Almodóvar de seducción cinematográfica y tiene en el arte un cómplice estético. A través del segundo recrea un prólogo acerca de la conciencia anatómica del dolor y su metamorfosis: arterias, vísceras, huesos, músculos, corazón. Una deconstrucción hermosa -sello de Juan Gatti- de las esquirlas de ese espejo roto en el que se mira en Salvador Mallo, el alter ego al que Banderas ennoblece con la sobriedad, sutileza y creatividad del excelente trabajo de actor logrando que frente a la verosimilitud de su relato confundamos ficción con realidad, sentido técnico y credibilidad, interpretación con la traducción de persona a personaje.

Un comienzo de película que estalla en poesía con la última escena de la bella obertura sinfónica de Dolor y Gloria que es la nana del agua a la vera del río, la felicidad en júbilo con alas de sábana blanca sobre los juncos al sol, la risa cantarina de los pájaros, los peces jaboneros de feminidad sufrida y esperanzada de las muchachas y de la madre Penélope, inmensa como siempre Cruz cuando ha de darle carnalidad al heroísmo cotidiano de las derrotas a las que cantarle. Una secuencia sobre el amor en los ojos del niño, y en la que el director insinúa los ejes de la historia: la dureza del origen familiar; la luminosidad de la inocencia; la necesidad de lavar los trapos sucios; la sexualidad tendida; la blancura de las emociones que resurgen purificadas. Sólo por ese principio, Almodóvar se merece un aplauso en alto a los escasos minutos de ofrecernos de una fruta el esplendor y el aroma, su belleza y pulpa. Una película que sería la manzana roja en la que se sintetiza la búsqueda del paraíso perdido.

¿Cómo podemos contarnos a nosotros mismos en una historia? ¿Sin mentira enredando la verdad en seda, sino desventrada a lápiz improvisado de la mirada? La auto ficción está de moda. El descrédito de las épicas consabidas de la aventura, ha dado origen a la carne de lo real, al yo como relato y protagonista. El pilar de esta interesante película que propone las diversas maneras de indagar en ese yo como materia sentimental, narrativa, humana y artística. La ficción a partir del héroe, Banderas/Salvador Mallo, que siempre conlleva el liderazgo de toda historia, y especialmente en ese mapa de ángulos, sombras y rostros en duelo que es el cine -de verano en este caso- que es también el edén con olor a jazmín y orines; desde la autobiografía novelada en la que la imaginación es una edición de la realidad para trazar una mitificación del yo con el que uno quiere mostrarse figurado: Banderas como Almodóvar en su cabello, en sus gestos y rutinas; y ese yo confesional que al contarse lo que busca es entenderse al mirarse en el espejo de la historia, a través de la que se disecciona.

Con cada una de estas miradas de la auto ficción Banderas/Almodóvar crean un rico caleidoscopio de una persona en crisis anímica, psicológica, creativa y existencial que necesita, a través de la memoria y del valor de querer respirar, redimirse y renacer de esa cicatriz que parte en dos el abdomen de Salvador Mallo en la escena inicial, metáfora de la herida interior y de la dolencia física que lo impedimentan para emerger a la vida. No es fácil conseguir el equilibrio de esos yoes, ni entre la forma de contarse a través de otro que revestimos de nuestra piel, no de nuestra máscara. La sensibilidad, el refinamiento, la emoción sutilmente sugerida y el talento de Almodóvar/Banderas lo consiguen, sin que se note donde se encuentra la prestidigitación entre lo real y lo fabulado, de en esta película que considero un regalo del uno al otro, un regalo de cada uno para sí mismo.

Dolor y Gloria es una película Rothko. A él pertenecen las simbologías del rojo de los rojos que laten a lo largo de la historia, como un lenguaje visual y escénico: los objetos de decoración, los muebles, el fondo de los cuadros. Pero ese rojo dice más allá porque expresa la fuerza centrífuga como un sol que destaca la potencia irresistible proyectada con brillo sobre todas las cocas. ¿No es así la personalidad y la exigencia creativa de Almodóvar? Lo mismo que ese rojo es centrípeto y opera en el misterio vital escondido en el fondo de las tinieblas. Manifiesta éste la depresión del personaje de Mallo y su melancólica ensoñación de la infancia y de la madre, mientras que reside en el primero el éxito del director de Sabor, su conflicto con el amor perdido de Federico, y su enfrenamiento con el actor de su película de éxito. El rojo, color de la libido, del corazón y del alma. El tono que nos vincula con la madre de la que nacemos y con el ardor y la belleza del deseo. Cada uno de estos rojos los desflora y psicoanaliza estéticamente Almodóvar en su película.

No sólo por esta riqueza alquimista de lo emocional y de la vida hay que ver despacio, incluso dos veces, Dolor y Gloria. También hay que hacerlo por la excelencia interpretativa de los actores/actrices con los que Almodóvar reitera en esta película su sapiencia cinematográfica. Wilder en su parte de comedia; Cukor en la honda naturalidad de lo femenino; Bergman en el tormento interior, y el Fellini de 8 ½“ en su personal auto homenaje que completa la trilogía de La ley del deseo (1987) y La mala educación (2004). Es conocido que a quienes escoge deben darle todo, sin pudor ni argucias de farándula. Lo sabe de sobra Banderas que con él ha atesorado una trayectoria en la que su papel en Átame o en La piel que habito lo han tallado más allá de su gancho de seducción latina para la aventura. Y también Penélope Cruz que todo lo embellece con la carnalidad de la verosimilitud, que transita entre Sofía Loren y Ana Magnani con asombrosa facilidad y encantamiento. Lo mismo que Julieta Serrano, una de las reinas del teatro que cualquier reto lo ennoblece y le aflora su dignidad y maestría dramática, como en la preparación del ajuar de su muerte y sobre todo en el diálogo con el hijo definido por la tierna dureza de la culpa, del silencio, de la entrega. Hay que destacar igualmente al niño Salvador que está para comérselo, y la impresionante actuación de Asier Etxeandia, su camaleónica raza teatral ya demostrada en El intérprete o Velvet, en su baile de La vie en rose deslizándose poderoso al monólogo de la palabra desnuda -metáfora del teatro-, como esa pantalla de cine en blanco. Limpio de heroína, del viejo desencuentro con Salvador Mallo, resurrección también de su carrera de actor en penumbra, y piel de cicatriz en la evocación del amor perdido entre la droga y la disyuntiva entre el cine y ese amor del todo que nunca se olvida; al que Leonardo Sbaraglia le da delicadeza, dulzura y secreto.

Todos los que participan en esta película (qué atmósferas pone siempre Alberto Iglesias con su música), al igual que todos los temas -el paso del tiempo, los abusos de la iglesia, la lealtad, el distanciamiento emocional, la soledad- la hacen especial y prodigiosa. Especialmente en ese final del dibujo encontrado en una galería, y del cine dentro del cine, que abrocha de belleza el íntimo autorretrato de un viaje hacia un corazón que se toca.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es