El reiterado cambio de hora anual que acontece a finales de los meses de marzo y octubre se alza como un instrumento que delata perfiles socioculturales y tendencias de lo más heterogéneo. Así, lo que aparentemente se justifica con el simple argumento de sacar más provecho de la luz solar con una irrisoria manipulación del engranaje horario, derrama tras de sí múltiples manifestaciones psicológicas de agárrate y no te menees. En primer lugar, están los reaccionarios, los eminentemente prácticos: aquellos que abogan por la desarticulación total del sistema de cambios en tanto en cuanto no ven la gracia a sumarle una hora a marzo para después restársela a noviembre. Esta facción, a pesar de su aparente pragmatismo discursivo, esconde, no se fíen, ciertas dosis de flojera y desidia en tanto en cuanto sus componentes son los mismos que abogan por no hacer la cama por la mañana habida cuenta de que, a la noche, la tendremos que volver a deshacer. Viva el vino. Como en todos los campos, también aquí hay un espacio reservado para la teoría de la conspiración: aquellos que aún recuerdan y esgrimen que Franco desfasó el horario español para sintonizar con la Alemania nacionalsocialista, gentes de memoria férrea que miran de reojo y con suspicacia la hermandad de nuestros husos horarios con los de Berlín, y no con los de Portugal o Reino Unido. Córneas torturadas, implacables pupilas, retinas reticentes, que diría el poeta Ángel González. Pero no se acomoden, que aún hay más. La oposición directa a dicha tendencia también presenta su réplica cosmológica alegando que cambiar la hora no sirve de nada en tanto en cuanto el inicio de nuestra actividad diaria se rige, le pese a quien le pese, por el amanecer y no por las agujas. Sea como sea, con cambio o sin cambio, el día sigue tallando veinticuatro horas o, como dice el profesor Martín Olalla: En España, el reloj marca la hora de Berlín pero la vida se sigue haciendo en la hora de Londres, y las personas no tienen un problema con esto ni viven con jet lag ni tienen alterados los ritmos circadianos. Porque si bien es verdad que, guiándonos por el mapa y los meridianos, los relojes de España deberían sincronizar con los de Marruecos, Portugal y Reino Unido, no es menos cierto que, si tomamos en consideración la luz del amanecer invernal, en Madrid, por ejemplo, comienza a despuntar el alba a la misma hora que en Limoges, Colonia, Copenhague o Tallin. En cualquier caso, volviendo a las clasificaciones que les enumeraba al principio, tengan en cuenta que no todas predican tantísimo cientifismo. Gentes a pie de calle, sin más diatriba, sin doctrina política ni experimental, distinguen y alaban el cambio bueno, aquel que aporta una hora más de sueño, en detrimento del malo, aquel que te obliga a levantarte una hora antes. Los de la presente sección, en la que me incluyo, solemos vivir medio año mirando el reloj con desdén, pensando que ésa hora que marca no es la hora real y que nos estamos levantando antes de lo que a nuestro cuerpo o a nuestra apetencia le conviene. Servidor les confiesa que, un poco a la gallega, ni sí ni no, ni blanco ni negro, si bien cambia el reloj de pulsera o el móvil, no así el del salón, que permanece inalterable durante todo el año fomentando una clara técnica a favor del desarrollo mental que desemboca en una práctica depuradísima para mirar la hora y, sin ni siquiera pensarlo, saber que le tienes que restar una más para tenerla a punto. ¿Manías?, puede ser. En cualquier caso, relojes aparte, no hay mayor ventura que disfrutar del tiempo con mayúsculas: acostarse y levantarse con los tuyos, degustar y disfrutar, ahora que podemos y no falta casi nadie, las luces del alba, del mediodía, del crepúsculo y del anochecer, aparcar el reloj de tarde en tarde y dejarse llevar, con cierta calma, por el misterio de los movimientos gravitacionales. A fin de cuentas, la ciencia es una estrategia. Nunca olvidemos que el día, parafraseando a Luis Eduardo, no es más que un punto de luz en mitad de una grandísima noche infinita que a todos nos va meciendo hasta quién sabe dónde ni cuándo.