Shirley Jackson concibió uno de los relatos más crueles que se han escrito nunca -"La lotería"- cuando iba empujando el cochecito de su hija por las calles de un pequeño pueblo de Vermont. En una cuesta pronunciada, agotada por el peso del cochecito y aburrida por su vida de ama de casa con cuatro hijos (y dos perros y muchos gatos y un hámster y un pez de colores), Shirley Jackson empezó a pensar en los terribles sacrificios humanos que se practicaban en las primeras sociedades del Neolítico (los freudianos imaginarán enseguida una conexión inconsciente entre el cochecito del bebé y ese vuelo de la imaginación que llevó a Shirley Jackson hacia el mandato de Jehová que obligaba a Abraham a sacrificar a su primogénito Isaac).

El caso es que la imaginación de Shirley Jackson saltó, mientras empujaba el cochecito, desde los tiempos de los sacrificios humanos hacia la vida de sus respetables vecinos en un tranquilo pueblo de Vermont. Y así surgió "La lotería", que cuando se publicó en 1948, en "The New Yorker", suscitó tantas cartas de protesta por parte de los lectores que la autora tuvo que escribir una carta pública intentando justificarse. No lo consiguió. Una de las cartas de protesta más furiosas fue la de su propia madre. Shirley Jackson intentó razonar que "La lotería" era una historia de ficción y que no retrataba a nadie real ni se había inspirado en ningún lugar real. No sirvió de nada. Por suerte, en 1948 no existía Twitter y los editores de la revista se pusieron de su parte y la defendieron a capa y espada. Hoy en día, Shirley Jackson habría tenido que pedir perdón de rodillas, gimoteando un arrepentimiento ficticio ante las cámaras de televisión y sufriendo un destino muy parecido al que había tenido que vivir la protagonista de su relato.

"La lotería" se publicó en 1948, y si hace setenta años pasó lo que pasó, uno se pregunta que podría pasar ahora, cuando cada vez es más difícil disociar la ficción de la realidad y el gran público ha perdido la capacidad de entender la ironía o la simple fantasía o cualquier atisbo de recreación imaginativa de la realidad. De hecho, cada vez hay más lectores fundamentalistas que sólo son capaces de entender de forma literal lo que leen o lo que oyen decir, sin imaginar que detrás de ese escrito -o de esa frase- hay una construcción estética de la realidad que no debe tomarse al pie de la letra porque está compuesta por metáforas o juegos de palabras, o que está obligada a ser verosímil y por lo tanto a representar un mundo que es desagradable y áspero y no como nos gustaría que fuera. Pero estos argumentos han perdido casi todo su poder de convicción. Y si alguien lee un libro escrito en 1870 en el que un palurdo del Oeste americano exclama "nigger" (un despectivo de "negro"), ese lector escandalizado corre a gritar que ese libro es racista y debe ser prohibido, olvidando que la verosimilitud de la novela exige que los personajes digan "nigger" en vez de "afroamericano" (que era un vocablo que no existía en 1870).

¿Qué ha ocurrido para que más y más lectores de todo el mundo sean incapaces de distinguir entre la ficción y la realidad? ¿Y cómo es posible que se asocie el mundo de la ficción a un hecho real que ha ocurrido en un lugar real? Lo miremos como lo miremos, esa incapacidad de distinguir entre lo que es puramente imaginario y el mundo real es una de las patologías de nuestra época. Es como si los lectores -sobre todo los nuevos lectores- no fueran capaces de entender que la ficción y la realidad son dos dimensiones distintas de la existencia (aunque estén conectadas por un sinfín de túneles subterráneos). Hay ejemplos muy curiosos. Una profesora neoyorquina, por ejemplo, hace leer Madame Bovary a sus alumnos y les pide un comentario sobre la novela. Las respuestas de los alumnos son extraordinarias. Emma Bovary es una mala mujer porque es fría y calculadora. O es un personaje malvado porque es una mujer egoísta. Un alumno la acusa de ser una "persona fría". Otro (u otra) la considera "antipática". Otro alumno la considera algo mucho peor, "materialista". Y lo peor de todo, algunos alumnos reprenden a Emma Bovary por ser "una mala madre" (de la misma manera que muchos lectores de 1948 acusaron a Shirley Jackson de ser una mala madre por haber imaginado "La lotería"). Y no sólo eso. Algunos alumnos se quejan de que no se les haya advertido de que el libro es muy desagradable y sombrío e incluye escenas poco ejemplares (se trata, recordémoslo, de una novela publicada en 1857). Y un alumno hasta se permite exigir que la novela lleve una "advertencia de contenido" que avise al lector de los peligros de leerla.

No sé por qué, pero ese público crédulo y fundamentalista, incapaz de imaginar nada e incapaz de diferenciar realidad y ficción, es el que ha dado su apoyo incondicional al Brexit y a Trump y a otros fenómenos políticos que no hace falta nombrar porque están en la mente de todos. Es ese público malhumorado y gritón que sólo sabe escandalizarse y gritar. Es ese público que ve afrentas y amenazas por todas partes. Vienen malos tiempos.