Cada vez que coges a tu hijo de la mano haces un paréntesis con lo cotidiano. Sabes que tiene deberes, aunque no son muchos. Así que almuerzas con él en un restaurante, aunque no sea sábado. Día especial, pactáis. Le llevas a Inglés a las cuatro. Entras a la academia con él y te cuelas hasta la clase para que te vean los mayores y les miras a la cara, no vaya a ser que crean que el más chico no tiene padre. Te tomas un café de una hora en la cafetería de al lado.

Le recoges a las cinco. Le sonríes, te sonríe y entonces deja de chispear nada que pueda ser malo, incluso deja de llover. Te vuelve a coger de la mano que dejas caer, como quien no quiere la cosa, por si quiere agarrarse con esa naturalidad con que se agarran los niños a las manos de sus padres cuando aún no son adolescentes. Entonces casi todo les estorba, como te estorbó a ti, en ese torpe proceso de aprender a ser mayor y a volar solo, que tantos rasguños provoca en quien lo vive y en quienes a su lado no pueden evitar que ocurra.

¿Nos vamos al cine? ¿Hoy? Sí, ahora. Pero, papi, hay que merendar y tengo deberes. Pero son pocos. Ya...

Mientras se engancha ya solo el cinturón en el asiento de atrás le miras por el espejo retrovisor. Y él es también tu espejo de cuando eras, casi, como él. La carne de tu hijo es tan hermosa que te humedece los ojos hasta no poder quererle más. Vamos al cine...

Como no hay casi nadie un martes, sin prisas para sacar las entradas el niño se pide un colacao y un cruasán. Padre e hijo hablan. El móvil vibra de manera intermitente. El padre lo mira disimulado por si es algo urgente, pero no atiende ninguna llamada. Pero papi, qué película vamos a ver. El niño que pudo ser rey. ¿Por qué? Porque te va a gustar, responde el padre aún a sabiendas de que el niño fruncirá el ceño en grado uno. Hasta el tres no es preocupante la desgana o la negativa del hijo de ocho años.

Has visto la película en una publicación de pasada. Ha pasado desapercibida en la cartelera, sin apenas promoción. Es británica y por lo que has comprobado en el tráiler, más física que digital. La sinopsis promete entretener con sus batallas, sus misterios, sus saltos en el tiempo, su bruja dragona y todos sus avíos. Al pronto te parece un batido de La Historia Interminable, El Señor de los anillos, Harry Potter y las pelis de preadolescentes con abusones en el colegio y padres separados. Pero todo eso, adobado con interpretaciones que parecen apreciables y, sobre todo, valores. Un soporte moral y no para bobos que, sin ser Leones por corderos de Redford, sino sólo una película para niños, les deja claro en alguna secuencia que, aunque el mundo es un poco una mierda, merece la pena que ellos no lo sean, ni siquiera como excusa para sobrevivir en él. Y mola mucho que la dama del lago asome la mano con la espada Excalibur en la bañera del chico protagonista. Porque sabes que, mientras la mano de tu niño siga agarrada a la tuya a la salida del cine, él seguirá siendo un rey y tú su espada.