Según parece, todo va de rechupete con el idioma español, a juzgar por las alegrías y alborozos de los participantes en el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado estos días en Córdoba (Argentina). Académicos, dignatarios e ilustres, y hasta académicos dignatarios ilustres, han prometido reflexionar, implementar, poner en valor, auspiciar, respaldar, proteger, apoyar, ponderar y discurrir para que los 570 millones de hispanohablantes vivan su lengua con absoluta felicidad. Aleluya. Lástima que algunos aguafiestas de tanto jaleo y jaleo congresual con vino y canapés de la tierra a mogollón hayan recordado, también por estas fechas, que la asignatura llamada "Lengua castellana y Literatura" no es que dedique poco espacio a las letras hispanoamericanas. Es que la chavalería sale de los institutos de muchas autonomías españolas habiendo oído hablar de Rubén Darío y nada más, punto, se acabó. El pensamiento reinante y sus ministerios lacayos habrán pensado que tampoco se pierde mucho al desconocer a esos tipos y tipas de allende el océano y su español riquísimo que tantas veces les avergonzaría oír, no digo ya siquiera conocer. Pero nada, para el IX Congreso ya ellos van a reflexionar, implementar, poner en valor... lo que haga falta. En efecto, los alumnos españoles y las alumnas españolas se pierden poco. La inteligencia y gracia y educadísima ironía de Adolfo Bioy Casares. El castellano perfecto y la monumentalidad de Alejo Carpentier. Los versos de Alfonsina Storni, así sin más. El marinero errante de Álvaro Mutis. Ese Augusto Monterroso donde nada sobra de lo certero y breve que es. La descripción de lo que es una dictadura por Augusto Roa Bastos. La amplitud de Carlos Fuentes al resumir la historia, tan a su modo. Los versos para siempre, siempre de César Vallejo. Aquel Daniel Moyano, ay. Los versos para ser citados y cantados de Eduardo Galeano: y su fútbol. Todo el testimonio social de Elena Poniatowska. La oscuridad y la claridad de Ernesto Sábato. Los cuentos de Felisberto Hernández, padre de tantos que ni siquiera lo saben. El inabarcable Fernando del Paso. La rebeldía de Fernando Vallejo contra lo que haga o no falta. Las locuras cuerdas de Fogwill. La descripción de una aldea para describir el mundo, y la catarata de magia de Gabriel García Márquez. La pedagogía de Gabriela Mistral. La Cuba cubana, llorada en cubano por Guillermo Cabrera Infante. Los turbios cuentos de Horacio Quiroga. El desparpajo popular de Isabel Allende. Jorge Luis Borges: bastaría con nombrarlo para que todos nos pusiésemos en pie. La diplomacia non grata de Jorge Edwards. El segundón primero que fue José Donoso. Los poemas de José Emilio Pacheco. La grandeza, tan manoseada a veces, de José Martí. El viaje a la desolación del ser humano de Juan Carlos Onetti: para darnos luz y desesperanza. La pertinacia en el buscar de Juan José Saer. El asfixiante universo de Juan Rulfo, tan lleno de aire oscuro. La maestría maestra de Julio Cortázar, el que nos enseñó tanto, al que quisimos tanto. Esas prosas sin patria y esos cuentos de Julio Ramón Ribeyro. Los vaivenes de Leopoldo Lugones. El imposible paradiso de Lezama Lima. Las revoluciones literales de Mariano Azuela. La sencillez complejísima de Mario Benedetti. Las novelas de Mario Vargas Llosa, que dan para una vida entera. La otra mirada sobre la dictadura por Miguel Ángel Asturias. El citadísimo Octavio Paz. La alegría y el fútbol de Osvaldo Soriano. Ese señor apellidado Neruda. La inteligencia destilada de Ricardo Piglia. Los artículos de Roberto Arlt. Un Roberto Bolaño para leer a puñados y no acabar. La alegría, el fútbol pero también la picardía de Roberto Fontanarrosa. La prosa política de Rodolfo Walsh. El gusto clásico de Rómulo Gallegos. La ya visibilizada Silvina Ocampo. Ese poema de Sor Juana Inés de la Cruz. La lección para comprender Argentina de Tomás Eloy Martínez. Las mil caras de Victoria Ocampo. Y Pizarnik y Aira y Bryce y Padura... Como se ve, nada. Un montón de paparruchas. Qué dolor.