Jamás he pasado hambre. He tenido la fortuna de aproximarme nada más a esa pequeña angustia de tener apetito, que es otra cosa bien distinta. El apetito es una molestia reparable, el hambre es una plaga. Aprendí a distinguir la diferencia entre lo uno y lo otro un día de un verano que no se me ha perdido todavía pero que debe estar a unos cuarenta y cinco años de distancia. Aquel día el viejo y analfabeto Joaquín me dijo, mientras arábamos su viña: «Hambre que espera hartura no es hambre ninguna».

Sabía de lo que hablaba, como también lo sabía mi padre, que pasó un hambre inolvidable en su niñez y en su juventud. Cercano ya a la muerte, una tarde, en un hipermercado, lo encontré en el extenso pasillo de las galletas, absorto en sus atractivos envases. Cuando le pregunté qué le ocurría me dijo: «Fíjate... Cuando yo era un niño hubiera matado por una galleta. Y mira ahora, en mi vejez, cientos de galletas distintas peleándose para conseguir que me las coma».

Así es el mundo. Mientras unos gozamos la hipérbole de la abundancia otros, muchísimos, se mueren de vacío. Los datos son abrumadores. Mil millones de personas pasan hambre en el mundo (pongo la cifra en números redondos, como me la ha dicho mi hermano Germinal, quien me advierte de que estos cálculos se hacen siempre a bulto y por defecto), y casi la mitad de las muertes en niños menores de cinco años, 3,1 millones anualmente, tiene como causa directa la falta de alimentos.

Cuando escribo de estas cosas siempre se me viene a la memoria el hondo dolor de aquellos versos de César Vallejo: «Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza». El «y ya no almuerza» es la carga explosiva del verso, la que contiene la confirmación tajante de la desgracia del hambre en el pobre, de que es inevitable y de que le acompaña hasta la muerte.

Mientras, los ricos jugamos en otra liga, incluso a otro juego. El matrimonio Gates, a través de su fundación, ha dado a conocer el dato de que once millones de personas mueren al año por una alimentación desequilibrada. Según se desprende del estudio, más muertes produce comer mal, elegir erróneamente los alimentos que ingerimos, que el tabaco o el cáncer. Unos once millones de fallecidos al año por esta causa. Y sin embargo, ahí está siempre la duda, si comer mal será preferible a mal comer o no comer en absoluto. Yo no tengo la respuesta. Siempre tuve algo que almorzar y me enseñaron a comer con la boca cerrada.