Morirse voluntariamente. De acuerdo con uno mismo y con la dignidad sin números rojos. Morirse así, abandonándose al abrazo del sueño, debería ser un derecho ganado por el trabajo de lo vivido. La última paz de los hombres y de las mujeres de cuyo útero nace la vida y hacia cuyo regazo desean acogerse, frente a la impotencia de dejar ser ante el dolor que todo lo rompe, lo sufre y lo amarga. Morirse no tiene porque ser una negación de la libertad. Pero resulta que padece un artículo en contra. El 143 del Código Penal que castiga a quienes impiden que la mayoría de los fallecimientos de las personas sean la lenta tortura de sentirse desmoronado, desvalido, inútil, dependiente de fármacos y de la piedad. No entiende la ley de la muerte como hallazgo y metamorfosis, sólo la defiende como sufrimiento, angustia y descomposición progresiva del yo, gestionada paliativamente por la medicina. De dos a diez años de prisión es el castigo judicial, el religioso es eterno y a fuego lento. Un precio condenatorio por decidir ayudar a marcharse del mundo a quién queremos, y que su óbito no tenga otro trance administrativo que el de solamente dejarse acunar por una oscuridad en la que suene el canto de colores de los pájaros, el azul del mar besándote los labios, y en los oídos el relato de fábulas de una caracola que sabe de islas más allá del horizonte conocido. La eutanasia que muchos entendemos como una reivindicación de la dignidad de las personas libres. Un acto de amor con aquel de quien nos duele su dignidad arrebatada, y también con nosotros mismos, después de una vida en la que se ha empeñado el coraje, la esperanza y el alma de lo vivido.

Es lo que nos han demostrado María José Carrasco, una mujer cansada de la ebriedad del dolor y de la impotencia de no valerse, y su ángel Hernández. El esposo que nunca se cansó de cuidarla con la ternura de la entrega, el sacrificio de compartir un lento naufragio sin sol en el horizonte. Treinta y dos años de esclerosis múltiple deshaciéndole la humanidad por fuera y por dentro, ambos en lucha contra el desgaste, y ella reclamando su buen final. Un beso de pentobarbital sódico para hacerse hacia una noche sin fondo, asistida por el aliento tembloroso de su compañero acunándole la mano y los recuerdos de cuando no era una piedra precipitándose a cámara lenta en la hondura de un pozo donde nunca se hace agua. Ella lo había pedido. Él lo cumplió. Ninguno sabemos cómo sellaron su pacto, ni que sucedió en el penúltimo segundo entre ambos. Quizás un íntimo y doloroso brindis de convicción y felicidad. No creo que eso lo entienda ningún juez. Tampoco nosotros sin ser protagonistas de ese momento intransferible de la muerte. Cada uno vive de forma diferente la de los suyos, y nunca se está preparado para afrontar con entereza el segundo rasgado en el que alguien o uno mismo se convierte en una nave fantasma botada al océano del tiempo invisible. Ni al trámite de gestionar el proceso de la despedida pública, y el más difícil de la intimidad del duelo. Aún así, he presenciado muertes hermosas. La de un hombre al que despidieron con las lecturas, a diferentes voces, de sus libros favoritos. La de un padre que pasó revista a los suyos con la mirada de remanso verde y los gestos de afecto de cuando la complicidad con la infancia de los hijos, y la juventud enamorada con la esposa. Y a una madre a la que los suyos le fueron susurrando al oído canciones de verano, anécdotas de niños, abrazos contra las heridas y sus enseñanzas sobre el coraje. Irse así es una brisa de primavera que de repente sopla las cortinas del balcón y deja que se asome la luna.

La muerte en su rutina pocas veces tiene ese ensueño de emancipación blanca, casi de cine, de poema escrito en la arena para que lo lea en braille la espuma de las olas. Lo normal es que sea más bien negra y que cruja en las entrañas, en el corazón encogiéndose, en la boca seca en la que se atragantan la vida y el miedo con mustio aliento. El pasado año 1,4 millones de personas murieron de cáncer en Europa. De ellas un alto porcentaje tuvo cuidados paliativos. Toda la anestesia que facilita un puente químico que acalla el grito que emite el centro de emergencia del cerebro, en el núcleo paraventricular del tálamo, contra la amenaza de la muerte y su descarga de adrenalina. Ignoramos cuántas de ellas pensaron o pidieron, sin conseguir la colaboración de los suyos, una muerte sin tratamientos agresivos. Un momento de lucidez y consenso con familia y médicos para desertar de la aflicción y el tormento. La liberación de la que hace siglos Séneca dijo que la gran proeza es morir con honestidad, prudencia y fortaleza. De su idea se inspiró el gran historiador de la medicina clásica, Ludwig Edelstein, al certificar que a lo largo de la antigüedad mucha gente prefirió la muerte voluntaria frente a la agonía interminable, y que por ese motivo los médicos le suministraban un apropiado veneno. La cicuta como hizo Ramona Maneiro en 1988 con el tetrapléjico Ramón Sampedro. Su historia la llevó Alejandro Amenábar al cine, y en ella mostraba la misión específica que tuvieron once personas de su confianza para que ninguna fuese un delito por separado. Ocho años después Craig Ewert, con una enfermedad neuro motora degenerativa que la había condenado a vivir dependiendo de un respirador artificial, viajó a una clínica suiza en la que fue ayudado a morir por el grupo de asistencia Dignitas. La sombra de la condena planeó sobre todos ellos, y a la vez propició un debate acerca de la eutanasia que nadie termina de abordar sin problemas de índole jurídica o moral que la exima de su clandestinidad.

En nuestro país el Congreso de los Diputados ha dado esta semana el primer paso para su despenalización en casos terminales o patologías incurables, pero el PP, Ciudadanos y Vox se oponen radicalmente. También la muerte es un asunto ideológico. El debate se mantiene abierto a una reflexión seria, serena y realmente humanitaria. Muchos son los que se preguntan si la vida es un bien exclusivamente individual o está sujeto a las normas sociales. Si los familiares, los amigos y quienes tienen conocimiento y acceso a las drogas, son cuidadores o eliminadores de la tensión entre el sufrimiento de la vida y el descanso de la muerte. O por qué en lugar de la eutanasia no se acuerda poner todos los medios en la mejora de un mejor escenario para una muerte digna. Un final en el que todos estamos de acuerdo. La clave reside en la manera de alcanzarla, y es en ese sentido dónde la libertad filosófica, moral o religiosa, debe entenderse como la manera respetable con la que cada uno decide consumar su último brindis o su resistencia psicológica y sensorial.

Personalmente no quiero que ese instante lo emboce una mascarilla ni que en la garganta flote el pañuelo sedoso de la morfina. Yo quiero un beso que me sepa al amor y a la vida amándonos en la despedida. Con mi conciencia en pie -sin ganas de que ese trámite me alcance pronto, si no lo más tarde posible- y en dominio de mis facultades, reivindico en domingo público mi derecho a morirme yo y libre. Y en el instante consciente en el que la ebriedad del dolor y del vacío -que ya me extingan por dentro- defiendo mi voluntad de que me ayuden, si es que mi mano no puede ejercerlo, a marcharme tranquilo, discreto, rumbo a nada o como una burbuja de jabón y luz estallando en la risa del aire. Así entiendo la eutanasia. Un derecho a escoger entre un revólver bajo la almohada, una inyección intravenosa de Midezolam o una sustancia con la que despedirme suave, sin tener que esperar el fallo múltiple al límite el desgaste. Marcharme con el consentimiento de los míos y sin dejar de ser, capaz de despedirme con la conciencia en paz, alguna palabra en calma, y la felicidad de haber vivido tan libre como me marche, con todo un universo por delante.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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